SACERDOTES Y MÁS
Entre unas cosas y otras, los sacerdotes son frecuentes noticias en los medios de comunicación social españoles, eclesiásticos y también civiles. En esta ocasión destaco la capacidad intensa y extensa, del elemento clerical en convertirse en referencia informativa, precisamente a consecuencia de la dramática falta de vocaciones para algunos y, para otros, de los esfuerzos e invenciones piadosas de estadísticas que invocan, intentando desmentir, aún con la mejor de las intenciones, realidades evidentes constatadas eo los seminarios, parroquias y comunidades religiosas que carecen ya de la indispensable, atención pastoral y ministerial.
Esto no obstante, la noticia- noticia no es nada más y nada menos que esta: en la actualidad y para muchos, la reflexión y el discurso, con fórmula ya consagrada por los sociólogos y por los mismos teólogos, se centra en que el sacerdote es un hombre sin oficio, de profesión ambigua y en acusada crisis de identidad”.
La sensación de inutilidad de los sacerdotes en el esquema socio- religioso que ha sido y es hasta el presente tan notoria, se basaba y se basa en la en la exagerada representación que se le adscribía, y a la vez, reclamaba él mismo, con la correspondiente aquiescencia y beneplácito de la jerarquía. El sacerdote, elemento clave, y en la cúspide “ de las fuerzas vivas de la localidad, así como el obispo en su diócesis, era, y en no pocos casos, sigue siendo “hombre de poder”, por cuyas manos habrían de pasar la mayoría de los problemas, familiares, sociales, cívicos y convivenciales de la comunidad presidida religiosamente por él, y cuya doctrina y consejos habrían de servir de referencias acreditadas para el ordenamiento y provecho de la misma y de todos y cada uno de sus miembros. Su control, con más o menos acierto y discreción, dependía de alguna manera del “hombre de Dios”, a quien representaba, y era aceptado siempre, como pauta de comportamiento ético- moral.
La ambigüedad que caracteriza hoy al sacerdocio como tal, reside en el hecho creciente de que los servicios rituales a los que se debe, han disminuido de manera notable. Bautizos, bodas, acontecimientos familiares conmemorativos, festividades locales, procesiones, novenas, misas solemnes con representaciones de las autoridades civiles y políticas, entierros, bendiciones de empresas… reclamaban la presencia del “ministro de Dios” de irrenunciable manera, con el convencimiento añadido de que su ausencia significaría el fracaso de la idea- negocio,, además del mal ejemplo y de la irreligiosidad efectuada o consentida.
El dato de que el verdadero y auténtico culto a Dios y, por tanto, religioso, pasa necesariamente por el prójimo y la atención a sus necesidades personales, familiares y sociales, y no por las ceremonias y servicios rituales, ha supuesto una conmoción ciertamente espectacular en la teología y en la pastoral a cargo de los sacerdotes, con el grave descalabro material y espiritual en el ejercicio y ejemplaridad de la profesión, por lo que la ambigüedad de la misma se explica con deslumbrante claridad.
Refuerza esta sensación el avance efectuado en la catequesis del Concilio Vaticano II , y a la labor personal del Papa Francisco, referente a la profundización en la teología del laicado. El monopolio de los sacramentos por parte de los sacerdotes y la práctica exclusión de los laicos, es cuestión discutible hoy, con avances iniciales impensables hasta ahora, pero con la aportación ejemplar de los primeros tiempos de la Iglesia. La salvación , tanto personal como colectiva, se fragua, más que en los templos y lugares sagrados, en el testimonio de vida y en la encarnación y vivencia de las alegrías, tristezas y esperanzas del prójimo.
Los seminarios, noviciados, casas de formación y universidades eclesiásticass confunden, configurando servidores del altar, funcionarios eclesiásticos, seudo- consejeros y directores espirituales, al valerse para su fichaje de jóvenes adolescentes e inmaduros, aquejados del “aislamiento cognitivo”, prescindiendo de quienes, adultos, pudiera y debieran protagonizar desde su experiencia y formación humana, psicológica y espiritual, la verdadera educación en la fe.
Ser comprensivos con los sacerdotes, a la búsqueda de su identidad, es una obra de misericordia, corporal y espiritual, digna de estar indulgenciada.
Esto no obstante, la noticia- noticia no es nada más y nada menos que esta: en la actualidad y para muchos, la reflexión y el discurso, con fórmula ya consagrada por los sociólogos y por los mismos teólogos, se centra en que el sacerdote es un hombre sin oficio, de profesión ambigua y en acusada crisis de identidad”.
La sensación de inutilidad de los sacerdotes en el esquema socio- religioso que ha sido y es hasta el presente tan notoria, se basaba y se basa en la en la exagerada representación que se le adscribía, y a la vez, reclamaba él mismo, con la correspondiente aquiescencia y beneplácito de la jerarquía. El sacerdote, elemento clave, y en la cúspide “ de las fuerzas vivas de la localidad, así como el obispo en su diócesis, era, y en no pocos casos, sigue siendo “hombre de poder”, por cuyas manos habrían de pasar la mayoría de los problemas, familiares, sociales, cívicos y convivenciales de la comunidad presidida religiosamente por él, y cuya doctrina y consejos habrían de servir de referencias acreditadas para el ordenamiento y provecho de la misma y de todos y cada uno de sus miembros. Su control, con más o menos acierto y discreción, dependía de alguna manera del “hombre de Dios”, a quien representaba, y era aceptado siempre, como pauta de comportamiento ético- moral.
La ambigüedad que caracteriza hoy al sacerdocio como tal, reside en el hecho creciente de que los servicios rituales a los que se debe, han disminuido de manera notable. Bautizos, bodas, acontecimientos familiares conmemorativos, festividades locales, procesiones, novenas, misas solemnes con representaciones de las autoridades civiles y políticas, entierros, bendiciones de empresas… reclamaban la presencia del “ministro de Dios” de irrenunciable manera, con el convencimiento añadido de que su ausencia significaría el fracaso de la idea- negocio,, además del mal ejemplo y de la irreligiosidad efectuada o consentida.
El dato de que el verdadero y auténtico culto a Dios y, por tanto, religioso, pasa necesariamente por el prójimo y la atención a sus necesidades personales, familiares y sociales, y no por las ceremonias y servicios rituales, ha supuesto una conmoción ciertamente espectacular en la teología y en la pastoral a cargo de los sacerdotes, con el grave descalabro material y espiritual en el ejercicio y ejemplaridad de la profesión, por lo que la ambigüedad de la misma se explica con deslumbrante claridad.
Refuerza esta sensación el avance efectuado en la catequesis del Concilio Vaticano II , y a la labor personal del Papa Francisco, referente a la profundización en la teología del laicado. El monopolio de los sacramentos por parte de los sacerdotes y la práctica exclusión de los laicos, es cuestión discutible hoy, con avances iniciales impensables hasta ahora, pero con la aportación ejemplar de los primeros tiempos de la Iglesia. La salvación , tanto personal como colectiva, se fragua, más que en los templos y lugares sagrados, en el testimonio de vida y en la encarnación y vivencia de las alegrías, tristezas y esperanzas del prójimo.
Los seminarios, noviciados, casas de formación y universidades eclesiásticass confunden, configurando servidores del altar, funcionarios eclesiásticos, seudo- consejeros y directores espirituales, al valerse para su fichaje de jóvenes adolescentes e inmaduros, aquejados del “aislamiento cognitivo”, prescindiendo de quienes, adultos, pudiera y debieran protagonizar desde su experiencia y formación humana, psicológica y espiritual, la verdadera educación en la fe.
Ser comprensivos con los sacerdotes, a la búsqueda de su identidad, es una obra de misericordia, corporal y espiritual, digna de estar indulgenciada.