Aspiremos a conjugar "mejor" la fe y la razón compartida
José CASANOVA, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, PPC, 2000. Esta obra magna en el ámbito de la sociología de la religión razona convincentemente que el lugar público, legítimo, de las religiones en las sociedades modernas es la sociedad civil, no así el Estado o los partidos políticos confesionales. Desde la sociedad civil pueden y deben defender los derechos humanos, el sistema democrático y un espacio público moderno, es decir, secular y laico, en cuya lógica común plantear, debatir y argumentar las fronteras de lo común exigible y lo particular preferible.
(Por tanto, sabiendo cuándo hablamos como creyentes, a la luz de la revelación, y cuando como ciudadanos, a la luz de la razón común; y conociendo el distinto tipo de verdad a que pertenece cada afirmación. Sin esta distinción, que no separación, no es posible una asunción suficiente de la pertenencia a la sociedad civil de los iguales).
La desprivatización del cristianismo, frente a la privatización que le reclaman el liberalismo y el socialismo, es legítima. Falta fijar cómo y cuál. Nunca desde paradigmas pre-modernos, sino desde uno moderno, es decir, que asuma la crítica moderna de la religión, -críticamente, pero que la asuma-, y sepa vivir en el pluralismo social y cultural de la sociedad moderna, y en el de la propia iglesia en cuanto tal (p. 300). En el ámbito público, su opinión es una más, y debe aparecer en lenguaje universalista, es decir, racional, público y abierto al debate en la sociedad civil, para que sea una opinión pública hecha entre todos. Por tanto, el argumento de fe, el que apela a la revelación, es legítimo, perfectamente legítimo, pero es evangelización, anuncio de la fe, no razón moral universal propia del foro secular.
(Sin esta distinción no es posible una asunción suficiente de la pertenencia a la sociedad democrática de los iguales. Y esto nada tiene que ver con el derecho a pensar en creyente, y a anunciar la fe a los cuatro vientos, a tiempo y a destiempo, ni con el derecho a la libertad de conciencia en una democracia laica; sino con no presentar una convicción creída, legítima y razonablemente creída, como una verdad laica sabida. Es que hay una diferencia sustantiva, cuyo “exceso” de conocimiento es acogido como obra de la gracia y la libertad, pero no da ventajas argumentativas en la democracia y la moral civil).
No parece difícil hacerse cargo de estas diferencias. Más complicado es practicarlas en la vida pública (y privada). No parece de recibo evitarlas apelando a la libertad de conciencia y a la libertad de expresión. Son salidas que aparentan “elegancia intelectual y coherencia moral”, pero lo hacen en falso; evitan responder al problema “político” que se nos ha planteado, por el camino de su superación metafísica. Escapan a la búsqueda de la verdad en el foro secular, para traerla descubierta desde la fe. Pero esto es evangelizar, anuncio explícito de la fe, ¡una tarea primordial donde las haya para nosotros los creyentes!, pero ahora habíamos quedado en añadir nuestra razón laica de la verdad del ser humano. Y por lo visto en esta tarea todavía se nos espera.
Cosa bien distinta es que otros sean más “proselitistas” (pienso en los laicistas) que nosotros y que aprovechen nuestra sinceridad intelectual para minarnos; como digo, ésta es otra cuestión que tiene más que ver con lo de “astutos como los hijos del mundo…”, o tal vez con lo de “ojo por ojo y diente por diente”. Con Dios.
(Por tanto, sabiendo cuándo hablamos como creyentes, a la luz de la revelación, y cuando como ciudadanos, a la luz de la razón común; y conociendo el distinto tipo de verdad a que pertenece cada afirmación. Sin esta distinción, que no separación, no es posible una asunción suficiente de la pertenencia a la sociedad civil de los iguales).
La desprivatización del cristianismo, frente a la privatización que le reclaman el liberalismo y el socialismo, es legítima. Falta fijar cómo y cuál. Nunca desde paradigmas pre-modernos, sino desde uno moderno, es decir, que asuma la crítica moderna de la religión, -críticamente, pero que la asuma-, y sepa vivir en el pluralismo social y cultural de la sociedad moderna, y en el de la propia iglesia en cuanto tal (p. 300). En el ámbito público, su opinión es una más, y debe aparecer en lenguaje universalista, es decir, racional, público y abierto al debate en la sociedad civil, para que sea una opinión pública hecha entre todos. Por tanto, el argumento de fe, el que apela a la revelación, es legítimo, perfectamente legítimo, pero es evangelización, anuncio de la fe, no razón moral universal propia del foro secular.
(Sin esta distinción no es posible una asunción suficiente de la pertenencia a la sociedad democrática de los iguales. Y esto nada tiene que ver con el derecho a pensar en creyente, y a anunciar la fe a los cuatro vientos, a tiempo y a destiempo, ni con el derecho a la libertad de conciencia en una democracia laica; sino con no presentar una convicción creída, legítima y razonablemente creída, como una verdad laica sabida. Es que hay una diferencia sustantiva, cuyo “exceso” de conocimiento es acogido como obra de la gracia y la libertad, pero no da ventajas argumentativas en la democracia y la moral civil).
No parece difícil hacerse cargo de estas diferencias. Más complicado es practicarlas en la vida pública (y privada). No parece de recibo evitarlas apelando a la libertad de conciencia y a la libertad de expresión. Son salidas que aparentan “elegancia intelectual y coherencia moral”, pero lo hacen en falso; evitan responder al problema “político” que se nos ha planteado, por el camino de su superación metafísica. Escapan a la búsqueda de la verdad en el foro secular, para traerla descubierta desde la fe. Pero esto es evangelizar, anuncio explícito de la fe, ¡una tarea primordial donde las haya para nosotros los creyentes!, pero ahora habíamos quedado en añadir nuestra razón laica de la verdad del ser humano. Y por lo visto en esta tarea todavía se nos espera.
Cosa bien distinta es que otros sean más “proselitistas” (pienso en los laicistas) que nosotros y que aprovechen nuestra sinceridad intelectual para minarnos; como digo, ésta es otra cuestión que tiene más que ver con lo de “astutos como los hijos del mundo…”, o tal vez con lo de “ojo por ojo y diente por diente”. Con Dios.