La libertad: concreta, privada e inmediata
Siempre atentos a noticias y sucesos muy concretos, no está de más fijarnos en otros aspectos de la vida más abstractos, pero bien reales y ciertos. Por ejemplo, pensemos en nuestro aprecio de la libertad. Nuestro tiempo y cultura, hablo del lugar donde vivimos, bien podrían llamarse, “los de la libertad”. Por encima de todo, la gente reclama ser libre. Los chicos en casa reclaman su libertad, los estudiantes en las aulas, los ciudadanos en su ciudad, los jóvenes en su ocio, los artistas en su obra… la libertad es una seña de nuestra identidad. La libertad, además, tiene que ser concreta, inmediata y personal. Aquellos tiempos de la libertad como cuestión filosófica, la que buscaba aclarar nuestra condición de personas, sujetos de nuestra vida y no cosas o instrumentos del instinto y de las estructuras sociales, aquellos tiempos quedan lejos. La libertad que importa es mi libertad, ahora y aquí.
Hay una profunda ingenuidad en todo esto, desde luego. Si durante tiempo vivimos sometidos a los poderes políticos, económicos y religiosos de la antigua sociedad; y si el “atrévete a pensar por tu cuenta y ser adulto” nos ha permitido dejar atrás una situación cultural de “minoría de edad”, no cabe duda de que nos lo hemos creído demasiado pronto. La libertad no es una estado social tan fácil como parecía, porque las relaciones de dominio las echas por la puerta y entran por la ventana o la chimenea; y, además, la libertad no es un estado interior tan fácil de lograr; crees que eres más libre que el hombre medieval y te olvidas de que la propaganda, la moda, la opinión común y los tópicos sociales te tienen más atrapado de lo que admites. Cabría decir que si nuestros antepasados tuvieron que superar la ingenuidad de algunos “mitos”, porque la ciencia los desnudó, nosotros tenemos que superar la ingenuidad de no sabernos habitados por otros engaños a la medida de nuestras mentes científicas. Pienso en nuestros deseos, hábitos de consumo, apariencias sociales y demás “necesidades”, todas ellas menos nuestras de lo que parece.
Como no será fácil que les convenza de esta moderna ingenuidad en que vivimos, esta libertad a la medida de los estímulos mercantiles de un modelo de desarrollo extraordinariamente “insensato”, diré que la libertad concreta, directa y personal que reclamamos tiene su punto de logro y de verdad irrenunciables. Mi instinto crítico me llevaría, antes, por el camino nunca suficientemente “trillado” de hablar de sus conexiones con la libertad de los demás y, por ende, con nuestros deberes. Esta interrelación de las libertades es decisiva para hablar en serio de la vida humana, en cuanto humana y para todos, ¡no sólo para los privilegiados del mundo! Pero, hay un sentido positivo en todo esto, que debemos reconocer y preservar. La libertad concreta, directa y personal que hoy tanto valoramos significa que hay que vivir y dejar vivir. Los intolerantes son aquellos que se desviven por vivir y pensar de un modo que no deja vivir a los demás. Por eso decimos que no hay quien viva a su lado. Ellos creen que es por su coherencia y rectitud, por la luz cegadora que su virtud emite, pero no es así, es por la atmósfera irrespirable que crean a su alrededor con la podredumbre de su mentalidad totalitaria. En política, se transforma en fascismo y terror; en economía, en explotación, fraude y despilfarro; en moral, son sus rasgos el fundamentalismo más soberbio y la persecución de lo mejor del peor modo; en educación aparece como elitismo social e ideología de clase, antigua muchas veces, moderna en otros casos; y en la vida cotidiana tiene por sujeto a los ciudadanos que hacen muy difícil la vida en común en las relaciones más primarias, las de vecindad y trabajo, las de ocio y disfrute de servicios; o, con sencillez, gente que en el parque, en la tienda, en la sala de espera, en el aula y hasta la parroquia, hacen difícil que los demás estén a gusto.
La libertad es una experiencia humana radical. Conviene disfrutarla y exige respetar la de los otros. Conviene también pensarla en sus condiciones reales, no sea que de pura costumbre se nos haya ido y nadie la eche en falta. Porque, vamos a ver, si tenemos treinta canales de televisión y doce grandes áreas comerciales, ¿cómo podemos tener necesidad de pensar en qué pasa con nuestra libertad? Por Dios, ¡qué ganas de complicar las cosas! Merece la pena pensar en las condiciones reales de nuestra libertad y hacerlo con los ojos de todos. Ponerse en el lugar de los otros, y especialmente de los más débiles y excluidos, es el comienzo de una libertad que no quiere vivir engañada.
Hay una profunda ingenuidad en todo esto, desde luego. Si durante tiempo vivimos sometidos a los poderes políticos, económicos y religiosos de la antigua sociedad; y si el “atrévete a pensar por tu cuenta y ser adulto” nos ha permitido dejar atrás una situación cultural de “minoría de edad”, no cabe duda de que nos lo hemos creído demasiado pronto. La libertad no es una estado social tan fácil como parecía, porque las relaciones de dominio las echas por la puerta y entran por la ventana o la chimenea; y, además, la libertad no es un estado interior tan fácil de lograr; crees que eres más libre que el hombre medieval y te olvidas de que la propaganda, la moda, la opinión común y los tópicos sociales te tienen más atrapado de lo que admites. Cabría decir que si nuestros antepasados tuvieron que superar la ingenuidad de algunos “mitos”, porque la ciencia los desnudó, nosotros tenemos que superar la ingenuidad de no sabernos habitados por otros engaños a la medida de nuestras mentes científicas. Pienso en nuestros deseos, hábitos de consumo, apariencias sociales y demás “necesidades”, todas ellas menos nuestras de lo que parece.
Como no será fácil que les convenza de esta moderna ingenuidad en que vivimos, esta libertad a la medida de los estímulos mercantiles de un modelo de desarrollo extraordinariamente “insensato”, diré que la libertad concreta, directa y personal que reclamamos tiene su punto de logro y de verdad irrenunciables. Mi instinto crítico me llevaría, antes, por el camino nunca suficientemente “trillado” de hablar de sus conexiones con la libertad de los demás y, por ende, con nuestros deberes. Esta interrelación de las libertades es decisiva para hablar en serio de la vida humana, en cuanto humana y para todos, ¡no sólo para los privilegiados del mundo! Pero, hay un sentido positivo en todo esto, que debemos reconocer y preservar. La libertad concreta, directa y personal que hoy tanto valoramos significa que hay que vivir y dejar vivir. Los intolerantes son aquellos que se desviven por vivir y pensar de un modo que no deja vivir a los demás. Por eso decimos que no hay quien viva a su lado. Ellos creen que es por su coherencia y rectitud, por la luz cegadora que su virtud emite, pero no es así, es por la atmósfera irrespirable que crean a su alrededor con la podredumbre de su mentalidad totalitaria. En política, se transforma en fascismo y terror; en economía, en explotación, fraude y despilfarro; en moral, son sus rasgos el fundamentalismo más soberbio y la persecución de lo mejor del peor modo; en educación aparece como elitismo social e ideología de clase, antigua muchas veces, moderna en otros casos; y en la vida cotidiana tiene por sujeto a los ciudadanos que hacen muy difícil la vida en común en las relaciones más primarias, las de vecindad y trabajo, las de ocio y disfrute de servicios; o, con sencillez, gente que en el parque, en la tienda, en la sala de espera, en el aula y hasta la parroquia, hacen difícil que los demás estén a gusto.
La libertad es una experiencia humana radical. Conviene disfrutarla y exige respetar la de los otros. Conviene también pensarla en sus condiciones reales, no sea que de pura costumbre se nos haya ido y nadie la eche en falta. Porque, vamos a ver, si tenemos treinta canales de televisión y doce grandes áreas comerciales, ¿cómo podemos tener necesidad de pensar en qué pasa con nuestra libertad? Por Dios, ¡qué ganas de complicar las cosas! Merece la pena pensar en las condiciones reales de nuestra libertad y hacerlo con los ojos de todos. Ponerse en el lugar de los otros, y especialmente de los más débiles y excluidos, es el comienzo de una libertad que no quiere vivir engañada.