Jesús, defensor de sus asesinos

“Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Estas palabras que, según el evangelista Lucas, decía Jesús crucificado, manifiestan no sólo el gran amor que Jesús, en el momento de morir, seguía manifestando, perdonando a sus enemigos, sino la fuerza y el poder de ese amor, capaz de justificar a sus enemigos. En efecto, Jesús ofrece una buena razón al Padre para que perdone a quienes le asesinan: “no saben lo que hacen”.


En la cruz se oculta la majestad. Alfredo de Rieval (un abad medieval) encuentra ahí no sólo un buen motivo que hace “excusables” a los que crucifican a Jesús, sino la razón profunda que explica su confusión: “Crucifican, pero desconocen a quien crucifican, porque si lo hubieran conocido nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria… Creen que soy un prevaricador de la ley, creen que usurpo la divinidad, que soy un seductor del pueblo. Les oculté mi rostro y no conocieron mi majestad”.


Jesús, lejos de exigir una justa venganza, se convierte en el abogado defensor de sus asesinos. ¡Increíble! ¡Sorprendente! ¡No hay adjetivos que puedan describir un amor como el de Jesús! Es imposible amar más. No sólo eso: un amor así es salvífico. Sólo en un amor como ese puede estar la salvación del mundo. Se trata de un amor incondicional, un amor “a pesar de todos los pesares”. De ahí que bien puede decirse que Jesús derrama su sangre en la cruz por “todos los hombres”. Lo lógico sería que esta sangre reclamara venganza, pero reclama perdón. Para todos los hombres. Para el perdón de todos los pecados.

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