‘La flor púrpura’, de Chimamanda Ngozi Adichie El Domingo de Ramos que cambió a Kambili

'La for púrpura' de Ngozi Adichie
'La for púrpura' de Ngozi Adichie

La novelista nigeriana rechaza, desde la narrativa, la violencia religiosa

La novela es la descripción de cómo nace en dos preadolescentes sumidos en el miedo la conciencia de ejercer su libertad, contra la tiranía intrafamiliar de una figura paterna a la que, sin poder remediarlo, desde su situación de víctimas, constantemente perdonan y reclaman afecto

Una narración que atrapa con su belleza

En ‘La flor púrpura’, novela de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, premiada con el Commonwealth Writer's Prize for Best First Book en 2005, el día del Domingo de Ramos funciona como un punto de inflexión en la familia de Kambili. Ella, una niña de apenas doce años, y su hermano Jaja, un par de años mayor, se han criado bajo el restrictivo mando de su padre, un severo católico de los que están “veinte minutos agradeciendo a Dios los alimentos” antes de cada comida.

Con una narración que atrapa con su belleza, Ngozi Adichie describe desde los ojos de su hija a este hombre que, de puertas para afuera, es un periodista de Derechos Humanos, un respetadísimo ‘omelora’ (‘el que trabaja por la comunidad’) y un creyente que, en la parroquia, se dedica a hacer generosos donativos. Pero que, en la intimidad del hogar (y después de decirle al sacerdote quién ha “dejado de ir a comulgar dos domingos seguidos”) es un fanático que dirige la vida de su mujer e hijos según los parámetros de lo que él considera virtud o pecado.

"Esta historia de ficción indaga, pues, en las grandes contradicciones que habitan en las personas que, en las sociedades contemporáneas, siguen una religión de un modo decadente, sin respetar la libertad humana y cayendo en el abuso de poder"


Fuera de ese hogar, el mundo de Kambili (siempre cargado de la omnipresencia de las decisiones de su padre) se reduce a lo que le pasa en el colegio de monjas, que describe rodeado, en sus muros altos, de “trozos de vidrio verdes muy afilados”. La niña no encuentra la oportunidad de hacer amigos ni de disfrutar de las clases. No se relaciona. Casi no habla. Tartamudea. Todo porque arrastra en la mochila (el lector lo va descubriendo según se va deslizando por las páginas de la novela) un autoestima cercado por pinchos, como ese colegio de monjas. El trauma del constante y salvaje maltrato infantil (“Vi el humo antes que el agua. A continuación, observé cómo ésta caía de la tetera formando un arco casi a cámara lenta hacia mis pies; padre me escaldó”). El de ser testigo, también, de la monstruosa violencia machista ejercida sobre su madre (“de pronto oí los ruidos, unos ruidos sordos y continuados en la puerta de madera tallada a mano de la habitación de mis padres. Pensé que la puerta se había quedado atascada y que padre estaba tratando de abrirla. Si me concentraba en pensarlo, resultaría ser cierto”, narra Kambili al principio de la novela). Y el de estudiar no por el gusto de aprender, sino por la obligación de alcanzar las expectativas de hormigón que su padre tiene sobre los resultados de la educación de sus dos hijos.

La autora, Chimamanda Ngozi Adichie
La autora, Chimamanda Ngozi Adichie

Antes del Domingo de Ramos

Jugando lujosamente con el 'flash back', Ngozi Adichie comienza la historia en ese día en que a su vez comienza la Semana Santa (no por casualidad tan relacionada con los temas de esta novela: el poder, la violencia, las creencias, la soledad, el amor…), porque es cuando Jaja, el hermano de Kambili, decide no someterse al trato de su padre por más tiempo y encuentra fuerzas para, por primera vez en su vida, ser capaz de cuestionar algo. En ese sentido, la novela es la descripción de cómo nace en dos preadolescentes sumidos en el miedo la conciencia de ejercer su libertad, contra la tiranía intrafamiliar de una figura paterna a la que, sin poder remediarlo, desde su situación de víctimas, constantemente perdonan y reclaman afecto.

La comienza en Domingo de Ramos para después retrocederla y contar qué es lo que ha posibilitado la valentía de Jaja y Kambili: pasar una temporada en la casa de su tía Ifeoma. Conviviendo en Nsukka, sede de la universidad de Nigeria, con la familia de Ifeoma, los hermanos entran en contacto con situaciones realmente extraordinarias para ellos. La seguridad en sí misma de su tía, que es profesora en la universidad y cría sola a sus tres hijos. El pequeño apartamento repleto de risas y conversaciones. La capacidad crítica de sus primos, que parecen en madurez mucho mayores que Jaja y Kambili, porque han crecido acostumbrados a la corresponsabilidad propia de los hogares empobrecidos y no han sido forzados a la invisibilidad.

Durante esa estancia con tía Ifeoma, Kambili se da cuenta de que ella no es tímida: está aterrada. Y reconoce que, en casa de sus padres, en su cabeza “miles de monstruos jugaban dolorosamente a pasarse la pelota, aunque la pelota era un misal con las tapas de piel”. Y es que la religiosidad aplicada con despotismo que ha conocido allí no se parece a la que hace sonreír a su abuelo, que para el padre de Kambili es un “pagano” mientras que para su hermana Ifeoma, sencillamente, es un hombre bueno que eligió “el camino de sus antepasados”. Porque el abuelo, Papa-nnukwu, da los buenos días a sus dioses en un discreto ritual, y eso le hace sonreír, y Kambili reflexiona: “Aún sonreía cuando, en silencio, me di la vuelta y me dirigí al dormitorio. Yo nunca sonreía después de rezar el rosario. En casa, nadie lo hacía”.

Su tía y sus primos adoran a su abuelo, pero ellos, como en la casa de Kambili, son católicos e incluso hacen peregrinaciones. Pero sin penitencias. Y poniendo luz y razones, sin extremismos, a lo que creen. Como cuando Amaka, la prima de Kambili, propone ir a visitar Aokpe, donde han tenido lugar ciertas apariciones marianas, y enseguida añade: “ya es hora de que Nuestra Señora venga a África. ¿No te resulta extraño que siempre se aparezca en Europa? Después de todo, era de Oriente Próximo”.

También es radical en la vida de Kambili el descubrimiento del padre Amadi, un religioso que canta en el coche y detecta la soledad que hay en su corazón de niña y consigue aliviarla. Este personaje invita a Kambili a jugar al fútbol con él y otros niños de la barriada, y ella ni siquiera tiene unos pantalones cortos que ponerse para ello, porque sólo guarda en su maleta faldas por debajo de la rodilla. Para su padre es pecado que una adolescente vista con pantalones. Se queda de espectadora y, al terminar, el padre Amadi le confiesa:

“-Veo a Cristo en el rostro de esos muchachos.
Me lo quedé mirando. No era capaz de ver la relación entre el Cristo de pelo rubio colgado de la cruz bruñida (···) y las piernas de esos muchachos llenas de picaduras de insectos.
-Viven en Ugwu Oba. La mayoría ha dejado de ir a la escuela porque sus familias no se lo pueden permitir. Ekwueme… ¿Lo recuerdas? El de la camiseta roja.
Asentí, aunque no lo recordaba. Todas las camisetas me parecían iguales al estar desteñidas.”

Literatura como herramienta para cambiar la realidad

Después del Domingo de Ramos, Jaja, Kambili e incluso su madre serán capaces de reconstruir sus pedazos, seguir adelante a pesar del dolor y cambiar su situación. Contra lo que la escritora llama “el peligro de la historia única”, Chimamanda Ngozi Adichie se sirve de esta ficción para rechazar la violencia (doméstica y religiosa) y defender la libertad y el amor.

En estos tiempos de radicalismo maquinal, en los que muchas voces quieren hacer creer que la literatura sirve para poco, la autora de ‘Todos deberíamos ser feministas’ la reivindica en los medios de comunicación como herramienta humanizadora. Su mensaje es tajante: “La literatura es mi religión. He aprendido de la literatura que todos tenemos defectos, que todos los humanos tenemos defectos. Pero también he aprendido que podemos ser bondadosos, que no necesitamos ser perfectos para poder hacer lo que es justo y correcto”

La autora y el libro
La autora y el libro

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