Dios y el mal
Dios no quiere el mal. Decide crear al HOMBRE en Amor y Libertad. El riesgo de desviaciones y pecados es inherente a la libertad limitada. Ese riesgo, aún haciéndose realidad, no llega a corromper la creación.
El mundo quedaría demasiado chato si, para garantizar la ausencia de mal, viera eliminados de su seno el amor y la libertad.
Mejor un mundo con “pecadores”, que un mundo sin el HOMBRE, sin la humanidad.
Dios crea libre al hombre y lo sostiene libre. Deja en las manos del hombre, en manos de su propia libertad, la orientación de su vida. Dios es “responsable” de que exista el hombre libre. De lo que haga ese hombre libre, será responsable el mismísimo hombre, no Dios.
Dios nunca deja de dar consistencia al sujeto agente del mal: la persona humana. Nunca anula la libertad de nadie.
Los males del mundo-sociedad son fruto y consecuencia de nuestra libertad desviada, de nuestra degradación. No son castigo de un Dios irritado.
Pecado no es “ilegalidad” o simple infracción de normas impuestas por Dios. Si así fuera, dejarían de existir haciéndose Dios “menos exigente”, o si dejara de sentirse ofendido y diera normas más suaves.
Pero no es así. El mal empieza siendo una corrupción antropológica elegida por el hombre. Quien se sumerge en ella, rompe la armonía, se degrada a sí mismo.
Pecado (del latín pecus pecudis=animal que pace) significa vivir rastreramente, como bestias, vivir frustrado en un nivel de existencia inferior al que le corresponde.
Es impensable que Dios entre en conflicto con nosotros, sus criaturas.
De hecho, nos ha preferido así: limitados que avanzan hacia plenitud.
Estas afirmaciones no son prueba ni demostración de nada. Son conclusiones, creencias de alguien que, después de darle mil vueltas a la asombrosa realidad que nos rodea, cree más correcto encontrarse con ALGUIEN creador, que con la fría nada.
Por otra parte, prescindir de Dios tampoco ayuda a superar la tragedia del mal. Tragedia que, en cualquier caso, reclama esfuerzo y decisión humana.