Abusar de Dios

Hay en la Biblia unas páginas menos conocidas, que presentan el dolor humano con una intensidad dramática y belleza expresiva pocas veces alcanzadas. Son las llamadas “Lamentaciones”, atribuidas antaño a Jeremías pero no suyas. Y cantan la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, conjugando imágenes de orfandad con las de abuso, maltrato o violación de la mujer querida, madre, novia o esposa.

Algunas expresiones son dignas de la Ilíada, aunque la obsesión por componer en forma de acróstico obliga a repeticiones y frases de relleno que diluyen su belleza: “Jerusalén ha quedado viuda, se pasa las noches llorando, ha perdido toda su hermosura… A las criaturas se les pega la lengua al paladar de pura sed; sus jóvenes con venas como zafiros están ahora más negros que el hollín y nadie los reconoce; manos de mujeres delicadas cuecen a sus propios hijos y se los comen… El gozo del corazón se ha vuelto duelo. Y Dios se ha envuelto con nubes para que no le alcancen mis plegarias”...

Más allá de consideraciones literarias impacta la relación de los autores con Dios. El pueblo se sabe pecador y lo reconoce; llega a confesar que había tomado el amor de Dios como patente de corso para hacer lo que le diera la gana: como Dios nos quiere y está de nuestra parte, Jerusalén nunca será conquistada: “ni los reyes ni los habitantes del orbe creían que un enemigo lograría entrar por las puertas de Jerusalén”… “Tus profetas ofrecían visiones engañosas y falsas”. Hasta que tamaña ceguera fue desenmascarada por el impacto de aquel primer holocausto.

Pero, aun con ese reconocimiento, la tragedia ha sido tal y está descrita con tanto dramatismo que lleva al autor a preguntarse si la justicia de Dios no será excesiva y hasta cruel, por el castigo que les ha enviado: “El Señor ha clavado en mis entrañas todas las flechas de su aljaba; ¿es que tu cólera no tiene medida?”. A pesar de esa duda, las Lamentaciones recobran fuerza para acabar con un acto de confianza y esperanza en Yahvé: “su misericordia no termina, su compasión no se acaba y su fidelidad se renueva cada mañana”.

Ahí está encerrada toda la antinomia y la grandeza de la fe judía, a la que Jesús vendrá a añadir un dato decisivo. La muerte de Jesús, a quien “nadie podía argüir de pecado” (Jn 8,46), no puede ser vista como castigo de Dios, ni como enviada por Dios. Desde ella, tampoco la caída de Jerusalén debe ser vista como castigo enviado por un Dios justiciero. Simplemente obedecen ambas a dos leyes de esta historia, a la que Dios respeta y en la que no interviene como un agente más intrahistórico.

Lo que le ocurrió a Jerusalén es que abusó tanto de su situación privilegiada que acabó perdiéndola (“tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe”). Y lo que ocurrió a Jesús es lo que expresa otro refrán posterior (“quien se mete a redentor sale crucificado”): en este mundo injusto y criminal, nadie lucha a favor de las víctimas y denuncia a sus opresores sin que acabe desatando una reacción en contra, tan desesperada como disfrazada de honorabilidad.

Lo que algunos biblistas califican como “el principio de Caifás” (aludiendo a Jn, 11,50: “vale más que muera ese hombre para que nos salvemos nosotros”) rige casi toda la política humana. Ambos son principios de sabiduría histórica con los que tropezamos cada día en la práctica.

Pero, al margen de esos principios, situada la pasión de Jesús en el contexto de las Lamentaciones, cambia en buena parte la imagen veterotestamentaria de Dios: Jesús sabe que Dios no le envía su pasión, aunque debe respetar que Dios no intervenga en esta historia “enviando legiones de ángeles” (Mt 26,54) a salvarle, como esperaría la piedad veterotestamentaria. Sabe también que, a pesar de ese silencio de Dios, puede confiar en su amor y encontrar en Él la fuerza para morir exclamando: “Padre, en tus manos pongo mi vida”. Ello le da fuerzas incluso para morir perdonando sin esperar un castigo vengador de Dios sobre sus verdugos.

Para un cristiano puede resultar bueno estos días leer las Lamentaciones del Antiguo Testamento junto con la pasión. Y de paso preguntarse si nosotros tenemos hoy un peligro similar al de los antiguos moradores de Jerusalén: convertir el amor de Dios en una especie de seguro del que podemos usar y abusar; patente de corso para mil autoengaños y caprichos, que hacen del Dios-Amor un Dios consentidor, cuando el amor siempre es exigencia de más. Una experiencia ya larga enseña que quienes entienden así el amor de Dios se quedan en cristianos enclenques; mientras que quienes reconocen la exigencia que Dios supone, maduran hasta ser personas fuertes.

Nuestro dilema como creyentes es éste: todo ser humano puede (y con frecuencia suele) abusar del amor. Y Dios es amor pero no por eso es (como se formula hoy) “un Dios a la carta” o a la medida de mis deseos. No es un Dios opresivo, de ningún modo, pero tampoco es un Dios permisivo. Por eso acaba resultando para todos un Dios subversivo.
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