Fidel Castro, signo de contradicción

Estas reflexiones no pretenden tomar partido ante la enorme diversidad de opiniones sobre el líder cubano. Uno de nuestros mejores analistas (Ignacio Ramonet) le ha dedicado unas líneas muy laudatorias. Otras mil voces se han cansado de repetir la palabra “dictador” y de proclamar que la historia no le absolverá, sin concretar mucho más. Aunque a alguno (como Vargas Llosa) temo yo que la historia le absolverá sólo por su gran calidad literaria, pero no por su ejemplaridad en ética sociopolítica.

Que en Cuba haya una dictadura, me parece difícil de negar. Algo de eso dije en este mismo blog, en una carta a Raul Castro. Que, pese a ello, la Cuba de Fidel tenga algunos méritos llamativos, también me parece innegable. Los enemigos de Fidel se niegan a recordar que la Cuba de Baptista era aquello que se llamó “el burdel de Whasington”, o a reconocer que los negros están hoy mejor tratados en Cuba que en EEUU y que, en los años sesenta, Cuba fue un ideal para toda Latinoamérica en campos tan serios como alfabetización y medicina. Temo que esa negativa sólo puede hacerse cerrando culpablemente los ojos.

El balance final de todo este complejo sólo Dios puede juzgarlo. Lo que nos interesa a los humanos es más bien la pregunta de por qué todas las revoluciones acaban estropeándose. Por ahí quisieran ir mis reflexiones.

Un primer factor de respuesta ya lo había sugerido Marx: “es imposible la revolución en un solo país” (y hoy menos que entonces), dato que los jóvenes revolucionarios olvidan porque parece que les impide soñar. Pero, además de eso, las revoluciones sólo son posibles gracias al sacrifico y la generosidad de un grupo: de aquellos muchachos que tuvieron que huir a México, que luego regresan como pueden, viven una vida de sacrificio en la montaña, y tienen que dejarse barba porque el ejército del dictador, que no puede con ellos, se dedica a matar campesinos para enseñarlos por televisión como guerrilleros muertos y tranquilizar así a la población…

Todo muy bonito y heroico. Pero el problema es que, cuando la revolución ha triunfado, no se acaban los sacrificios como soñaban sus actores. Al revés: la necesidad de sacrificios continúa, con el agravante de que ahora no se les exigen sólo a un grupo generoso sino a toda la población. Y en todo lugar del mundo hay una parte de la población que no está dispuesta a eso: unos (muy “católicos”, a lo mejor, por otro lado) porque no quieren perder sus privilegios; y otros porque son de ésos que sólo quieren que se les dé todo hecho sin pagar apenas precio. Y así, cuando la necesidad del sacrificio revolucionario se haga general, comenzarán a surgir las críticas por un lado y, por el otro, la tentación de acallarlas porque pueden poner en peligro la revolución. Por ahí empiezan a complicarse las cosas.

Pero eso no es todo. En una ciudad de España hubo una vez un cónsul de Nicaragua que tenía fama de andar molestando a todas las mujeres y de estar agenciándose, desde Suiza, infinidad de cachivaches de la última tecnología deslumbrante. Cuando se le echó eso en cara de una manera seria, se excusó diciendo más o menos que él no había podido tener juventud: que se la había pasado toda durmiendo al raso en la montaña, sin amor, sin poder jugar, comiendo siempre de rancho…, y que creía tener derecho a una “compensación”.

Es el caso típico del moralista reprimido que acaba convirtiéndose en fariseo, y que es una tentación muy seria para todos los revolucionarios que han triunfado. Tentación que será necesario reprimir y que, al reprimirla, acabará creando resentidos que se sumarán a los descontentos anteriores. (Entre paréntesis: esto ayuda a comprender los duros ataques de Jesús contra los fariseos de su época -tan honorables por otro lado-: estaban haciendo de su guarda de la Ley una peana para su propio encumbramiento. Pero la moral sólo tiene sentido si es para hacernos amar más, como ya había insinuado el Antiguo Testamento).

En total: su casi imposibilidad en un solo país, la necesidad de exigir sacrificios colectivos, y el peligro de que los mismos revolucionarios degeneren en fariseos, son amenazas demasiado serias para cualquier intento revolucionario.

Y a esto se añade aún otro factor: cuando se han conseguido las primeras conquistas materiales (en el caso de Cuba: educación, sanidad etc.), el pueblo acaba acostumbrándose a ellas, considerándolas normales. Y entonces pedirá “más”. Pedirá conquistas menos materiales: libertad de expresión, de asociación etc. Y esas conquistas serán aprovechadas por todos los críticos para atacar la situación revolucionaria; por lo que serán reprimidas y así irán generando un deslizamiento imparable hacia la falta de libertad.

Dejando a Cuba, esa me parece ser nuestra situación actual ante la, por otro lado urgente, necesidad de cambiar radicalmente nuestro mundo. Sospecho que si en vez de hacerlo nosotros, pudiéramos pedir al mismo Fidel un balance de su gestión, diría más o menos lo que dijo hace poco J. Múgica expresidente de Uruguay: “sólo he podido hacer una pequeña parte de lo que me hubiera gustado hacer”. Ésta es nuestra condición humana bien difícil de aceptar: se avanza sólo gracias a unos pocos y se avanza poco. Déjeseme añadir que mi fe cristiana tiene mucho que ver con esa dura condición humana.

Otras cosas quedan más bien para el humor. Por ejemplo: el bloqueo supone para los unos la excusa definitiva ante posibles críticas, mientras carece de toda importancia para los otros. O bien: los enemigos de Fidel se han cansado estos días de tildarle de mujeriego. Nada que objetar si no fuera porque he visto a uno de ellos irritarse cuando tildan de mujeriego a Juan Carlos I. Entonces, o bien eso eran calumnias de republicanos resentidos, o podían ser respondidas como Rajoy cuando hablaba de la corrupción de su partido: “he llegado a la conclusión de que eso son cosas de la condición humana”. ¡Clarividente argumento!... que nunca utilizaría si le tocase hablar de los ERES andaluces.

Así somos. Una sonrisa pues. Y tras ella una advertencia: es muy desear que en Cuba se instale una democracia. Pero cuidado no confundamos la bella palabra democracia con otras cosas como la proliferación del analfabetismo o el negocio con la salud humana. Porque esas dos cosas son muy útiles para quienes detentan el poder: pues les permiten manipular a los unos y recibir pingües ayudas de quienes se aprovechan de ese negocio sanitario.

Y tengamos el valor de decirlo: la democracia se nos convierte entonces en pseudocracia.
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