falacia de las etiquetas La mentalidad inquistorial perdura

PODEMOS JUZGAR Y CONDENAR LAS ACCIONES, PERO NO TOTALMENTE A LAS PERSONAS. EN ESTO COINCIDEN CIENCIA Y TEOLOGÍA

LAS RELACIONES MENTE-CEREBRO SON INFINITAMENTE MÁS COMPLEJAS DE LO QUE IMAGINAMOS

LA TENDENCIA A LA CONDENA NO ES EXCLUSIVA DE UNA MENTALIDAD RELIGIOSA SINO PROPIA DE LA NATURALEZA HUMANA. PORQUE AL CONDENAR A OTROS ESTAMOS DICIENDO IMPLÍCITAMENTE QUE YO SOY MEJOR QUE ELLOS

¿MENTALIDAD SAN JUSTINO O MENTALIDAD TORQUEMADA?

Y UN APÉNDICE SOBRE EL CASO RUPNIK.

Nadie lo hubiera dicho, pero parece que uno de los puntos en que más pueden coincidir la ciencia y la teología cristiana es en aquella repetida enseñanza de san Pablo: podemos, y debemos, juzgar y a veces condenar muy seriamente la malicia de los actos humanos; pero nunca podemos juzgar ni condenar a las personas.

Por otro lado añade la psicología que nuestra tendencia humana es más hacia lo segundo que hacia lo primero: porque condenar a los personas nos permite sentirnos inconscientemente mejores. Condenar las acciones nos obliga más bien a ver cómo podemos evitarlas

1. No somos nadie para condenar personas. El día en que comienzo a redactar esto, habla la prensa de una mujer que ha asesinado a su padre y herido a su madre. Y la noticia va seguida del siguiente comentario: “estaba en tratamiento psiquiátrico”. Esto paraliza nuestra posibilidad de condenarla a ella, por criminales que hayan sido sus actos. ¿No?

“Tratamiento psiquiátrico”: pues resulta que bastantes días atrás, en una reunión a propósito de una persona que había sido denigrada en todos los medios de comunicación (pongan ustedes la acusación que quieran: abusador, ladrón, violento, metido en drogas, estafador…), un científico tranquilo que escuchaba aquellas condenas, tan aparentemente morales, tuvo la ocurrencia de preguntar: “pero ¿han analizado ya su cerebro?”

¡Qué estupidez! Comentaron los oyentes: ¿cómo van a analizarlo si lleva meses enterrado ya? Y ¿para qué iba a servir ese análisis?

Y el científico contó entonces este caso, que es ya clásico en el mundo de la ciencia: Phineas Gage, un trabajador del ferrocarril con fama de honrado y tranquilo, tuvo un terrible accidente en el que una aguda pieza de hierro le penetró en la cabeza y le atravesó el cerebro. Salvó la vida de milagro pero, sorprendentemente, pasó a ser un sujeto muy distinto, con graves trastornos de carácter. La única explicación de aquel cambio fue que la región ventral-medial del frontis de su cerebro había quedado dañada por el accidente.

Después se han ido encontrando docenas de casos similares en los que las víctimas, conservando intactas unas determinadas funciones, quedan sin embargo incapacitadas para otras. El psicólogo holandés Francis de Wal explica que es “como si la brújula moral de estas personas se hubiera desmagnetizado y girara sin control alguno”[1].

O sea que psicología y mora (o cerebro y moral) tienen mucho más que ver de lo que nos imaginamos. Tampoco vale sacar de aquí una conclusión simplista como si la culpa y la moral no existieran nunca; pero sí una importante información sobre la complejidad de las relaciones mente-cerebro (o alma-cuerpo para el lector de lenguaje más sencillo). La cual nos hace a nosotros muy difícil medir toda culpabilidad y pronunciar un juicio definitivo de condena, que solo toca a Dios… Es lo que otro científico, el paleontólogo profesor de Harvard, Stephen Gould, encarándose con la forma como los media suelen tratar estos casos, denominó: “la falacia del etiquetaje”[2].

2. Mente y cerebro. En contra de lo que creían los griegos y buena parte del pensamiento occidental, no tenemos un cuerpo y un alma, sino que somos un espíritu viviente en la materia. Y las relaciones entre esas dos dimensiones nuestras son mucho más unitarias, y más complejas de lo que hemos estado creyendo. Pueden ser relaciones de resonancia, de condicionamiento o de causalidad, siempre en ambas direcciones; y siempre nos configuran poco o mucho. Así pasa con el alcohol, con el sexo, ¡con el dinero!, con la buena fama, con las guerras y, en sentido inverso, con la facilidad que se da a veces en algunas personas para conductas difíciles, solidarias y de renuncia y entrega. Hay somatizaciones de experiencias espirituales[3] y espiritualizaciones de experiencias somáticas. Todo deja una huella en nuestro cerebro que, a su vez, puede dejar una marca en nuestras conductas futuras[4].

Y ya tenemos aquí el cerebro por el que preguntaba aquel científico aparentemente despistado, en el caso que antes evoqué. Nuestro cerebro es uno de los más asombrosos y más inexplicables misterios de todo lo existente. Los miles de millones de relaciones y conexiones que se producen ahí sin que nosotros nos enteremos, son como para dejarnos sin palabra. Hoy en día vamos aprendiendo que no solo es un almacén tan inmenso como pequeño, sino que tiene además una buena distribución “por materias”. Sabíamos cuán importante es (la típica expresión de “¡qué buen cerebro tiene!”), pero hoy vamos sabiendo que también nosotros podemos condicionarlo

Por eso, hay acciones de las que podemos ser responsables pero no totalmente sino con aquello que los antiguos latinajos llamaban, muy sabiamente, culpabilidad “in causa”: de esas acciones podemos ser responsables pero ya no culpables; nuestra culpa ha estado en haber desatado un proceso que ahora nos domina y de cuyos actos somos más víctimas que actores. Eso he podido comprobarlo personalmente algunas veces en mi escasa experiencia con drogadictos. Es también el problema de muchas masturbaciones mecánicas que pueden (y deben) ser combatidas, pero solo para recobrar nuestra libertad, no para “dejar de pecar”…

Y los ejemplos abundan. Permítase por eso citar a otro científico (un neurólogo y médico portugués), para tranquilizar a quien se haya asustado: “¿Significa esto que el amor, la generosidad, la bondad, la compasión, la honestidad y otras loables características humanas no son nada más que el resultado de la regulación neurológica, orientada a la supervivencia, consciente pero egoísta? Indudablemente no es así”[5].

Y si he conseguido explicarme un poco se comprenderá el título dado a estas reflexiones, apelando a la inquisición: necesitamos que haya gente mala para poder descargar sobre ellos unas agresividades que llevamos dentro y cuya descarga nos permite sentirnos mejores. Eso no es un fallo exclusivo de nuestra dimensión religiosa sino de nuestra dimensión humana. Casi siempre que alguien dice acusatoriamente: “Fulano es así”, en realidad está queriendo decir: “yo no soy así”. Esa mentalidad inquisitorial es propia de nuestra naturaleza humana. Como algo progresamos, hoy ya no quemamos vivos a esos malvados. Pero seguimos haciendo auténticos “autos de fe” contra todos los “herejes” de nuestra moral oficial. Y además (y como antaño) con gran asistencia de público.

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3.- Un apéndice concreto. Esto debería ser todo. Pido venia sin embargo para que se me conceda un apéndice.

Sin quitar nada de pecado ni de gravedad a las aberraciones de Rupnik, creo que destruir todas sus obras, como se propone ahora (y como se quemaban antaño libros de herejes convictos), es un acto de mentalidad inquisitorial que Jesús de ningún modo aprobaría: “No he venido a llamar justos sino pecadores a penitencia”; y: “guardad todas las cosas que os digan, pero no hagáis conforme a sus obras, pues dicen y no hacen”...

Como ya dije otra vez, con estos criterios actuales habría que destruir también las pinturas del gran pintor que fue fra Filippo Lippi[6]; y también algunos salmos de David y Salomón que, según testifica la Biblia, grandes pecadores fueron; o no tocar más la música de Wagner que fue un antisemita declarado. Y no creo que las pinturas de Ávila encargadas a Berruguete (supongo que por el inquisidor Valdés) susciten más impresión religiosa que las de Rupnik o las de Lippi, por muy casto que fuese su autor. Recordemos también que, hacia 1490, se quemaron en Salamanca 6000 libros en una sola sesión…

La falsa y fácil respuesta a eso será lo que acabo de sugerir: “que estoy defendiendo los abusos”. Pero no hermanos: si acaso es una defensa de la belleza, donde quiera que esté.

El primitivo cristianismo soportó también la tentación de destruir todas las obras de los paganos. Algunas veces cayó por desgracia en esa tentación pero, por suerte, dominó más la que cabría llamar “mentalidad de san Justino” que la mentalidad de Torquemada.

Recordemos pues la frase tan cristiana de “odiar al pecado y amar al pecador”. Y preguntémonos si el gesto que estoy criticando ahora (y que espero no se lleve a cabo) no tendrá más de odio al pecador y de una venganza que no veo compatible con la justicia del Dios de Jesús, que con la enseñanza del Maestro.

[1] Cf. F. de Wal, Good Natured. The origins of right and wrong in human and others animals, (Mass: Harvard Univ. Press, 1996); capítulo 3. Hay traducción castellana en Herder.

[2] Cf. St. Gould, Wonderful Life: the burgess shale and the nature of history. (Penguin books, cap. 2)

[3] Así se explican, probablemente, muchos extraños fenómenos de los místicos (levitaciones, éxtasis…) que solemos interpretar como dones de Dios, cuando muy probablemente son meras somatizaciones de experiencias interiores muy intensas. Por eso, al revés del pueblo, los propios místicos, sujetos de esas experiencias, no les dan ninguna importancia.

[4] Me permito remitir al estudio de los hábitos humanos en la teología clásica: Plenitud humana. Reflexiones sobre la bondad (Santander 2022) p. 230ss.

[5] Antonio Damasio. El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano. Ed. Crítica, Barcelona, p. 152.

[6] Carmelita. Por las noches se acostaba con la novicia Lucrezia (madre de Filippino) y durante el día la usaba como modelo para sus Vírgenes.

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