La asignatura pendiente de la unidad de los cristianos

Desde el interior de la Iglesia es frecuente escuchar, sin que ello sea motivo de escándalo para nadie, que muchos de los que en otros tiempos fueron condenados por herejes hoy no lo serían. A lo largo de la historia las culturas han influido en el modo de entender un cristianismo que, como todos sabemos, ha ido pasando por distintas fases. Hubo un primer momento en que fue preciso estructurar y desarrollar una doctrina compleja y desarticulada, echando mano de los esquemas y conceptos mentales procedentes de la cultura griega, sirviéndose sobre todo de Platón y Aristóteles y así se fueron construyendo los grandes monumentos teológicos procedentes de la patrística, de S. Agustín o Sto. Tomás, en base a los cuales, juntamente con la tradición, los concilios fueron demarcando las líneas rojas que indicaban con precisión casi milimétrica quienes estaban dentro y quienes quedaban fuera del cristianismo. Yo me temo que tanto celo pudo ser el motivo por el que, de forma precipitada, se arrojaran a la hoguera la cizaña junto al trigo, con la cínica disculpa de que Dios sabría distinguirlos.
Fueron los tiempos en que fe y razón caminaban juntas, época en que se definían los dogmas e incluso se pretendía prefijar los misterios de nuestra fe en fórmulas precisas y rigurosas, como si estos estuvieran al alcance del conocimiento humano, cuando la realidad era y sigue siendo, que la distancia que media entre el misterio divino y nuestra capacidad de comprensión y expresión de los mismos es insalvable. Aspecto éste que el Aquinatense se encargó de resaltar, advirtiéndonos que en los misterios de nuestra fe a lo más que podemos aspirar es a un conocimiento analógico- metafórico, lo que nos obliga a reconocer humildemente que nuestro conocimiento teológico es imperfectísimo, incluso el de aquellos que se creen en posesión absoluta de la verdad en su totalidad.

Luego vendría la modernidad, que se habría de caracterizar por la escisión entre fe y razón, con el correspondiente conflicto entre ambos, agravado todo ello por la desintegración de la Cristiandad en Estados divididos e independientes, que serían el caldo de cultivo de la Reforma Protestante. A partir de ahora los Príncipes cristianos en su respectiva circunscripción iban a ser los Dueños y Señores con capacidad de decidir la religión de sus súbditos . “Cuius regio, eius religió”, llegando así a lo que se conoce como Religión de Estado, atizado por fanatismos injustificados o por intereses políticos inconfesables, que hay que seguir corrigiendo; aunque ya nada sea lo mismo.

Hoy por ejemplo sería impensable el escenario de guerras sangrientas entre cristianos por motivos religiosos, ni sería imaginable la inquisición, ni a nadie se le ocurriría hoy interpretar al pie de la letra el dogma “ Que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación posible”, como se hizo en tiempos pasados, porque ello sería un escándalo intolerable, ni siquiera se entendería el trato desconsiderado con los que piensan distinto, más bien lo contrario, los herejes de antes han pasado a ser hermanos separados, con los que dialogamos, colaboramos y con los que juntos nos reunimos a rezar a nuestro Padre común.

Aunque tarde, nos hemos dado cuenta de que necesitamos un examen de conciencia en profundidad para analizar nuestros errores y arrepentirnos de muchas cosas, que nunca debieron haber sucedido. El cristianismo puritano y furibundo dejó de ser evangélico en la medida que fue ganando en intransigencia y perdiendo en caridad. Oficialmente la Iglesia Católica lo ha reconocido, ha pedido perdón por los excesos del pasado y eso le honra. Esto quiere decir que hay voluntad de un cambio de actitud. Así en los últimos tiempos se vienen haciendo declaraciones como ésta: hay que olvidar los odios y enfrentamientos del pasado para pensar en un entendimiento mutuo.

Aún así estamos lejos de esa unidad tan ansiada de los cristianos. Ha habido y sigue habiendo gestos, que ponen de manifiesto el deseo común de acercamiento entre unos y otros, pero las posturas iniciales fundamentalmente no se han movido y desgraciadamente los tiempos en que vivimos tampoco son muy propicios, que digamos, para que esto deje de ser así. Ciertamente hoy día las actitudes intransigentes han desparecido, pero han surgido nuevos obstáculos que nos impiden pensar que la integración definitiva está próxima.

Después de la defunción de la razón en la posmodernidad, todo ha quedado prendido con alfileres y un relativismo radicalizado ha invadido nuestra cultura, obligándonos a funcionar a golpe de pura emotividad. El polvo del camino se nos ha ido pegando también a los cristianos, hasta llegar a contemporizar con los que piensan que en cuestiones religiosas todo es legitimable, que todos los credos están al mismo nivel, que da lo mismo una confesión que otra. Naturalmente partiendo de este supuesto no es necesario ningún discurso teológico aglutinador de voluntades e incluso la libertad religiosa puede interpretarse como una invitación a que las cosas sigan como están, sin que haga falta cambiar nada; pero evidentemente esto no es así porque no todas las religiones son iguales.

No acaba aquí la cosa, el endiosamiento de la democracia en nuestra cultura y la exaltación del igualitarismo y del pluralismo han traído como consecuencia la demonización de todo personalismo y de cualquier tipo de jerarquización. Es por esto que la supremacía del Papa no encaja con las aspiraciones del hombre actual y es vista desde fuera como una reliquia del pasado. Tal como hemos podido ver durante estos 50 últimos años, ya antes de iniciarse el dialogo inter- eclesial se plantea la cuestión previa si éste ha de discurrir, “Cum Petro” o “Sub Petro” y aquí precisamente es donde surge el verdadero escollo. Al mismo Pablo VI se le atribuye la frase: “El Papa es el gran obstáculo para la comunión de los cristianos” .

La reciente declaración del dogma de la infalibilidad pontificia, el 18 de Julio de 1870, que según se creía iba a reforzar la jerarquía del Papa, con el tiempo se ha visto que no ha sido suficiente. A partir del Concilio Vaticano II, aún en el seno de la Sede Apostólica Romana, ha ido tomando cuerpo el ejercicio de la autoridad colegiada, que con motivo del Sínodo sobre la Familia se ha vuelto a poner muy claramente de manifiesto y algunos cardenales han puesto en dificultades al Papa Francisco y esta vez no han sido los llamados “progres” sino los más conservadores . En fin que ser Papa hoy día no es nada fácil.

A pesar de todas las dificultades hay que seguir con el empeño y mantener viva la aspiración evangélica de que un día se haga realidad el sueño de ver congregada la grey cristiana en “un sólo rebaño bajo un sólo pastor”, por razones obvias de ejemplaridad frente al mundo y también por razones de supervivencia.

La muerte de Dios ha cambiado substancialmente el panorama religioso en Occidente y obliga a todos los cristianos a tomar conciencia de la necesidad de un acercamiento de todas las iglesias. Nos enfrentamos a una situación de indiferentismo religioso generalizado, que amenaza con invadirlo todo y no es cuestión de que gastemos nuestras fuerzas en disputas menores sobre cómo hemos de decorar nuestra casa común, cuando existe un peligro real de ruina y desaparición. El reto está ahora en tratar de recristianizar a Europa y para ello va a ser necesario que todos los cristianos rememos en la misma dirección y cuando digo recristianizar a Europa estoy diciendo naturalmente que vuelva a sus raíces, pero también tome en serio las aspiraciones de un mundo mejor para todos y más justo.

El reto ecuménico que tenemos delante nos interpela y tiene un cierto carácter de urgencia. Difícil va a ser que lo que no se ha podido resolver a lo largo de muchos siglos se vaya a resolver ahora en unos meses; pero al menos lo que de momento podemos hacer es colocar el foco en todo aquello que nos une y no en aquello que nos separa, para poder encontrar la “unidad en la diversidad”. La auténtica dimensión de la fe está por encima de los discursos teológicos humanos, siempre imperfectos y ha de ir indefectiblemente unida a la caridad que se traduce en una adhesión a la persona de Cristo, hasta el punto de poder decir: “yo no soy yo es Cristo quien vive en mí”.
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