Mariano Avellana llegó a Chile justo un siglo antes del sangriento golpe civil-militar Dios pasó por tierra chilena en otro Once de Septiembre
"Venerable misionero claretiano Mariano Avellana, en camino a los altares, llegó a Chile justo un siglo antes del sangriento golpe civil-militar que el 11 de septiembre de 1973 marcó a fuego, hasta hoy, al país sudamericano"
"Hoy por hoy, la sola mención “11 de septiembre” sigue dividiendo a los chilenos"
"Mariano Avellana, dueño de un carácter duro e irascible que vence hasta hacerse reflejo de la misericordia divina, evangeliza todos los rincones posibles en el norte centro y sur de ese largo y angosto país"
"Mariano Avellana, dueño de un carácter duro e irascible que vence hasta hacerse reflejo de la misericordia divina, evangeliza todos los rincones posibles en el norte centro y sur de ese largo y angosto país"
| Alfredo Barahona
La Congregación claretiana y su extensa familia elevan por estos días un agradecimiento ferviente al Señor, al cumplirse 150 años desde que el Venerable Padre Mariano Avellana, prototipo de su carisma institucional, pusiera pie en el continente americano desembarcando en Chile.
Al sólo escuchar que lo hizo el 11 de septiembre de 1873, cualquier chileno abre los ojos con justificado asombro. No puede menos que asociarlo al 11 de septiembre de 1973, fecha que hasta ahora ha marcado a fuego al país, como lo prueba el encono con que buena parte de la nación vuelve a enfrentarse de palabra u obra al conmemorar en estos días 50 años de la mayor tragedia de su historia.
Porque la polarización extrema que sufriera Chile durante tres años a partir de 1970, culminó el 11 de septiembre de 1973 en un sangriento golpe de estado en que fue bombardeado el Palacio de Gobierno, quedó muerto el Presidente, Salvador Allende, y se instauró la más cruel dictadura que el país haya conocido, la que se mantuvo por 17 años. Tras ellos quedaron 40.000 víctimas entre muertos, heridos, torturados, desaparecidos… Consecuencias que el país no da por superadas 50 años después.
Hoy por hoy, la sola mención “11 de septiembre” sigue dividiendo a los chilenos entre quienes repudian los crímenes de la dictadura y los que sostienen que el dictador Augusto Pinochet y las Fuerzas Armadas salvaron al país del comunismo.
En medio de este ambiente se realizan en estos días diversas recordaciones y encuentros, entre controversias de las que surgen gritos de “¡nunca más!”, clamores por una justicia que no llegó, rechazo al negacionismo de los crímenes, o sentimientos de venganza y revancha. Tanto quienes vivieron el Golpe como sus hijos y nietos no logran aún ponerse de acuerdo sobre las causas de semejante tragedia.
Pero el llamado “9-11” revive también el horror en los Estados Unidos de Norteamérica, desde que el 11 de septiembre de 2001 un ataque terrorista desplomó en Nueva York las dos Torres Gemelas más altas del mundo, y dañó en forma irremediable las otras cinco del orgulloso World Trade Center, provocando casi 3.000 muertos.
Allí sobreabundó la gracia
Sólo Dios sabe qué quiso significar cuando dispuso que el 11 de septiembre de 1873, hace 150 años, arribara a Chile el que sería apodado por su pueblo como el Santo Padre Mariano, el Apóstol de los enfermos o el Mayor misionero que conociera el país en el último tercio del siglo XIX.
Quizás buscó resaltar que Él mismo comenzaba a pasar aquel día, en una suerte de jubileo centenario, bendiciendo con Mariano Avellana a una nación y un continente que vivirían tragedias horrendas a lo largo de su historia. Por algo se dice que el Señor es experto en escribir derecho con líneas torcidas. Así como de justo suplicio para los peores delincuentes transformó a la cruz en su mayor signo de bendición para el mundo. Y como diría el apóstol Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.
Si Dios pasó por tierra chilena desde “otro” 11 de septiembre, inició junto a Mariano Avellana un viaje que duraría 30 años, en los que el discípulo insigne de Antonio María Claret cubriría de bendiciones, consuelo y esperanzas sobre todo a los enfermos, los presos y los sectores más abandonados. Con abnegación y sufrimientos personales que un día la Iglesia le reconocería como “heroicos”. Evangelizando con precarios medios de la época gran parte de un país joven que emergía entre grandes contradicciones e injusticias.
La santidad de un porfiado
Aragonés de tomo y lomo nacido en 1844 en la Villa de Almudévar, provincia de Huesca, Mariano Avellana se había ordenado sacerdote diocesano en 1868, el mismo día en que el huracán liberal aventaba de su trono a la reina Isabel II y la lanzaba al exilio en Francia junto con su consejero espiritual el arzobispo Antonio María Claret y el pequeño grupo original de los misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María que éste había fundado hacía menos de 20 años.
Entusiasmado con ellos, Mariano Avellana se les une en 1870, y tres años después es enviado a misionar en Chile, un país que apenas conocía de nombre, pero en el que decide hacerse “o santo, o muerto” cumpliendo la voluntad de Dios.
Dueño de un carácter duro e irascible que vence hasta hacerse reflejo de la misericordia divina, evangeliza todos los rincones posibles en el norte centro y sur de ese largo y angosto país, sin descanso ni atención a grandes dolores físicos que lo martirizan por dos décadas. Llega a predicar así más de 700 misiones, ejercicios y encuentros espirituales que implicaban generalmente más de una semana de trabajos desde la mañana a la noche. Hasta que en medio de su última misión cae doblegado en el altar por una pulmonía, y fallece en un pequeño poblado del norte minero chileno el 14 de mayo de 1904.
Es hoy uno de sólo dos Venerables de la congregación claretiana, que, no obstante, ostenta como su mayor tesoro espiritual el privilegio de 184 beatos mártires que, salvo uno victimado en las postrimerías de la revolución mexicana, derramaron su sangre en la española de 1936-39, en fidelidad a Dios y a su compromiso misionero.
Para la superioridad claretiana, pareciera propicio implorar al Señor se digne glorificar ahora con la beatificación, mediante el milagro que para ello se requiere, al Venerable Mariano Avellana, quien no le ofrendó su vida en martirio sangriento, pero a través del martirio diario de su evangelización “heroica” por 30 años fue como aquellos 184 “misionero hasta el fin”.
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