Recuerdo del carismático obispo italiano, para quien cada pobre era "una basílica mayor" Don Tonino Bello, con cruz y cayado de olivo
Sin ruido de titulares se han cumplido treinta años de la muerte, a solo cincuenta y ocho, de Tonino Bello, obispo de Molfetta, una diócesis poco conocida de la región de Puglia, en la Italia del sur
Desde el comienzo de su ministerio, Tonino Bello se caracterizó por la renuncia a todo lo que significara riqueza o poder. Y, como hemos dicho, por la continua preocupación por los últimos: cada pobre era para él, decía, “una basílica mayor”
La tumba recibió la visita del papa Francisco en 2018, y la Congregación para las Causa de los Santos ha iniciado el proceso de su beatificación
La tumba recibió la visita del papa Francisco en 2018, y la Congregación para las Causa de los Santos ha iniciado el proceso de su beatificación
| Felisa Elizondo
Sin ruido de titulares se han cumplido treinta años de la muerte, a solo cincuenta y ocho, de Tonino Bello, obispo de Molfetta, una diócesis poco conocida de la región de Puglia, en la Italia del sur. Obispo en años en que aquella tierra, que guarda tradiciones remotas y se asoma al Adriático, saltó a los noticiarios cuando llegaron al puerto de Brindisi unos barcos atestados de albaneses que huían de la tiranía. Y cuando algunos náufragos preanunciaron la tragedia de cientos de africanos a la que hoy mismo venimos asistiendo. Por eso, recordar el hacer y decir de uno de los primeros que salió al encuentro de los migrantes es, además de justicia, una tarea grata por otros varios motivos. Y sumar nuestro recuerdo a la memoria de tantos que le conocieron y que se acercan a rezar ante su tumba, plantada en el suelo mismo de su pueblo natal: Alessano (Lecce).
Antonio Bello (Don Tonino, pues conservó el diminutivo familiar evitando todo otro tratamiento) nació en esa pequeña localidad el 18 de marzo de 1935. De su gente, heredera de antiguos usos que se remontan a la cultura griega y romana, escribió que “estaba hecha al sacrificio y a la dureza de la vida: pobre en dinero pero rica de sabiduría, de aspecto simple pero aristócrata en al alma, de apariencia ruda en sus rostros campesinos, pero hospitalaria y generosa. Con las manos sudadas por la fatiga de la tierra pero amable en su casa y corazón. Quizá ‒añadía‒ también analfabeta, pero conocedora de lenguajes arcanos del espíritu…”. Una gente que aceptaba el hacer de Dios ‒“fazza Dio”, decían en dialecto‒ esperando que ese Dios pudiera sostenerles en las desventuras.
La marca de los orígenes humildes
A los siete años quedó huérfano y sus hermanos mayores –los del primer matrimonio del padre‒ murieron también en tiempos de guerra. Y Tonino guardó como un tesoro los recuerdos de una infancia en la que su madre, María Imperato, una mujer de fortaleza excepcional, compensó su orfandad temprana y alivió las muchas penurias. La marca de los orígenes humildes le duró de por vida. Cuando tuvo que alejarse, durante sus estancias en el Seminario y los estudios en Bolonia y Roma, sus hermanos recuerdan que sorteaba las dificultades de comunicación, que en aquellos momentos de postguerra se dejaban sentir, siguió manteniendo una relación estrecha con su familia y sus paisanos.
Confesaba que apenas pudo conservar recuerdos de su padre, pero solía decir que la dulzura de la paternidad, que no pudo vivir en su niñez, la sentía “trasladada a Dios”. Recibida en familia y asociada muy expresamente a su madre, mantuvo siempre una singular devoción a la Madonna, que gustaba contemplar representada con los rostros de las advocaciones que encontró a lo largo de su andadura pastoral: María, Señora de nuestros días reúne oraciones y reflexiones entrañables que se tradujeron al castellano y han seguido reeditándose:
“Santa María, mujer del sábado santo, estuario dulcísimo en el cual al menos por un día se recogió la fe de toda la iglesia, tú eres el último punto de contacto con el cielo, que ha preservado la tierra del trágico black-out de la gracia. Guíanos de la mano hasta los umbrales de la luz, de la cual la Pascua es fuente suprema.
Estabiliza en nuestro espíritu la dulzura fugaz de las memorias, para que en los fragmentos del pasado podamos reencontrar la parte mejor de nosotros mismos. Y reanima en nuestro corazón, a través de las señales del futuro, una intensa nostalgia de renovación, que se convierta en confiado empeño de caminar por la historia.
Santa María, mujer del sábado santo, ayúdanos a comprender que, en el fondo, toda la vida está suspendida entre las brumas del viernes y las esperas del domingo de resurrección”.
Ordenado sacerdote en 1957, enseñó, predicó, escuchó y compartió pan y ánimos en las parroquias por donde pasó: “la esperanza es el infinitivo del verbo amar”, escribió a propósito del esperar de la Madonna. Ejerció su ministerio al modo como él mismo deseaba que fuera el modo de estar y servir de la Iglesia: con “la estola y el delantal”, fórmula por él acuñada. Los inmigrantes, los desahuciados, los enfermos y sin techo fueron prioritarios en su agenda. Creía que en la persona más insignificante o más depauperada puede latir “un hermoso proyecto”.
De la familia a un palacio sin puertas
Su buen hacer fue progresivamente reconocido y, aunque se resistió en tres ocasiones, aceptó al fin ser consagrado obispo de Molfetta, una diócesis poco ambicionada a la que fueron sumándose otras menores. En su primera homilía de obispo reconoció esa marca de origen que le había dado la riqueza incomparable de entender a los pobres y de poder estar en disposición de servirles. Comenzó por no querer otro báculo ni otro pectoral que los tallados en la madera de aquellos olivos por un artesano. Por cierto, más adelante, siendo responsable del movimiento Pax Christi, entregó aquella cruz al presidente Sandro Pertini, que se fijó atentamente en ella cuando lo recibió en el Quirinal.
Había elegido como lema “Que los humildes escuchen y se alegren” y, de hecho, invitaba a prestar atención a “los que aprietan la gorra con las manos”, un gesto de timidez, propio de gentes pobres, que no le pasaba desapercibido. Salía al encuentro de las personas y, cuando creyó preciso, abrió su residencia a los sin hogar y llegó a alojar y compartir su vida con varias familias. Se preocupó muy especialmente por los toxicómanos y enfermos de sida en aquellos años en que crecía el contagio. Alguien ha testificado que “su casa era un puerto” y decía no necesitar secretarios por temor a que no permitieran el acceso a todo el que le buscara. No le importó endeudar a sus familiares para crear una Casa de la caridad donde cada uno de los que llegaran recibiera sus “buenas noches” además de un lecho limpio.
Compartía mesa, conversación, consuelo y fiesta. De hecho, animaba competiciones deportivas y solía sacar su acordeón de muchacho y animar la reunión cuando lo requería
Tonino había leído mucho y enseñado literatura. De ahí que haya dejado textos –homilías, oraciones, poemas, comentarios breves a pasajes evangélicos– llenos de viveza y de belleza. Escribía y hablaba con metáforas e imágenes que han quedado impresas en sus oyentes. Recordaba que “todos tenemos un ala de reserva” para prestar al otro y permitirle volar. Hablaba también de ir por la vida con “el bastón y la mochila vacía del peregrino” para acoger todo lo valioso del camino. Compartía mesa, conversación, consuelo y fiesta. De hecho, animaba competiciones deportivas y solía sacar su acordeón de muchacho y animar la reunión cuando lo requería. Así, en los encuentros con los jóvenes, que le devolvían su afecto y quisieron acompañar su final con una ronda nocturna en la que entonaron la conocida Freedom al pie de la ventana.
La marcha por la paz a Sarajevo
Desde el comienzo de su ministerio, Tonino Bello se caracterizó por la renuncia a todo lo que significara riqueza o poder. Y, como hemos dicho, por la continua preocupación por los últimos: cada pobre era para él, decía, “una basílica mayor”. Promovió grupos de Cáritas en todas las parroquias y se esforzó por eliminar toda exclusión. Sin perder su sonrisa, criticó con energía las ayudas que se prestan a terceros países al tiempo que se extraen sus riquezas. Y la amnesia de muchos cristianos europeos que parecían haber olvidado pronto el gran documento del concilio que es Gaudium et Spes. En sus homilías de Navidad y Pascua y en más intervenciones, no ahorró llamadas al arrepentimiento y a la coherencia costosa y comprometida: la que han de mostrar los de siguen al Crucificado. Recordó que la Iglesia debe experimentar sobre su propia piel la “omnidebilidad” de Dios que muere en la cruz. Y en un Jueves Santo habló al presbiterio de la diócesis de María como “mujer sin retórica” frente a la “enfermedad de la magnilocuencia”.
Desplegó todo su empeño por la paz, por lo que recibió tras su muerte el Premio Nazionale Cultura della Pace. Sobre la paz pensaba que es “justicia, libertad, diálogo, crecimiento, igualdad... reconocimiento recíproco de la dignidad humana, respeto, atención a la alteridad como don”; en conclusión: “la suma de las riquezas más grandes”.
Ante la guerra de Yugoeslavia, en diciembre de 1992 y ya enfermo, organizó una marcha memorable. Quinientos voluntarios salieron con él desde el puerto de Ancona hasta las costas de Dalmacia y llegaron a pie hasta la ciudad de Sarajevo, con riesgo de ser alcanzados por los francotiradores serbios en aquel tristemente famoso asedio. Providencialmente, lluvia y niebla cubrieron la ciudad a su llegada, y Don Tonino habló de la “niebla de la Madonna”, cuya fiesta se celebraba justamente el 8 de aquel mes. Fue un gesto llamativo que reflejaba un empeño de vida.
Una muerte que sigue reuniendo
Afectado por un terrible cáncer que se extendió y consumió su cuerpo, antes vigoroso y ágil, quiso mantener la máxima cercanía con sus gentes. Los testimonios de quienes le asistieron en los últimos días coinciden en que en ningún momento desistió de “la simpatía y la audacia de la fe” que deseaba a todos. Sin dejar de mostrar con sencillez su propia debilidad de enfermo, que sentía como la de “otra infancia más penosa”, aceptó sencillamente la ayuda de aquellos a quienes él mismo había ayudado. El 20 de mayo de 1993 murió en Molfetta con la palabra “mama” en sus labios y diciendo un último Ave María. Tenía cincuenta y ocho años. Por expreso deseo, su cuerpo fue devuelto a la tierra natal, donde no es raro encontrar grupos de jóvenes y mayores que recuerdan, mirando verdear el césped, a un obispo singular, que no olvidó a nadie que hubiera sido tocado por alguna de las varias pobrezas. La tumba recibió la visita del papa Francisco en 2018, y la Congregación para las Causa de los Santos ha iniciado el proceso de su beatificación.
En “acoger y dar vida” quedan algunos de sus comentarios breves a pasajes del Evangelio. Son reflejo de una fe que destila empatía con todas las situaciones del vivir. Nunca se olvidó de los olvidados ni ladeó a los que no tienen éxito. Para estos dejó, de su puño y letra: A los que se sienten fracasados, una carta conmovedora en la que él mismo se incluye como destinatario y que concluye así: “los cambios de marcha en vuestras correrías, que nunca llegaron a ser carreras, no solo no son inútiles, sino que constituyen el fondo de esa Caja de depósitos y préstamos que alimenta, todavía hoy, la economía de la salvación”.
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