El camino de fe a la luz (y las sombras) del misterio pascual Michael Moore: "Que la muerte quede desautorizada, que los victimarios queden desautorizados, que el presente pecaminoso quede desautorizado"
"Y después que la fe se tradujo en llanto, se hizo gesto y se exasperó en grito, ahora se hace silencio. Y silencio ensordecedor"
"Esas tres grandes cuestiones que marcan desafiantemente la historia humana claman por alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas"
"Esperamos -contra toda esperanza- que el sinsentido, los verdugos, la injusticia, el desamor y el pecado no tengan la última palabra"
"Y si él resucitara, el futuro se adelantaría, iluminando, desde el horizonte, este presente ambiguo"
"Esperamos -contra toda esperanza- que el sinsentido, los verdugos, la injusticia, el desamor y el pecado no tengan la última palabra"
"Y si él resucitara, el futuro se adelantaría, iluminando, desde el horizonte, este presente ambiguo"
| Michael P. Moore ofm
7. Cuando la fe se vuelve silencio: la espera en el sepulcro
Y después que la fe se tradujo en llanto, se hizo gesto y se exasperó en grito, ahora se hace silencio. Y silencio ensordecedor. Ayer, al menos, todavía podíamos verlo en carne, traspasada, y podíamos escucharlo gritar al cielo. Pero hoy, una enorme piedra lo oculta todo. No tenemos certeza de que detrás de esa roca haya algo, haya alguien. No sabemos si la gran losa es la última palabra… sólo esperamos que no lo sea. Y saber es saborear, pero esperar es temblar.
Contemplándola, podría haber escrito los primeros versos de su Cántico San Juan de la Cruz: “¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando, y eras ido”. Porque su propuesta seductora nos había herido de amor, creándonos la ilusión de que la apuesta por un mundo un poco más humano no era sólo una utopía.
Pero aquí estamos, como lo grafica magistralmente J.L. Cortés en una de sus viñetas: los desahuciados, los ancianos, las prostitutas, los lisiados, los don-nadie, los sin techo y sin trabajo, frente al sepulcro, con los ojos fijos y mendigando con la mirada: “¡Resucita por favor!” Brota como un gemido tenue; como una necesidad y un anhelo que surge desde el fondo del corazón de todos los desesperanzados que todavía esperan que la muerte, los victimarios y la injusticia no tengan la última palabra. Porque esas tres grandes cuestiones que marcan desafiantemente la historia humana claman por alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas.
Por eso “es enormemente humana la pregunta por si en algún lugar se ha producido alguna vez algún suceso o palabra que proclame decisivamente la desautorización de la muerte, quitándole su poder, la desautorización de los vencedores, restableciendo a sus víctimas, y la desautorización de esta realidad que acaba por imponerse” (J.I. González Faus). De pie pero temblorosos, frente al sepulcro, vislumbrando el horizonte luminoso de la resurrección que despunta desde la oscuridad del sepulcro, esperamos -contra toda esperanza- que el sinsentido, los verdugos, la injusticia, el desamor y el pecado no tengan la última palabra.
Que la muerte quede desautorizada
Que no sea lo último. Que no sea lo definitivo. Que los ojos mientan. Que la vida no termine así. Que la muerte muera… piensan, anhelan, todos los que la tocan o son tocados por ella. Y hoy están frente al sepulcro, esperando. Porque toda la vida está transida de muerte: comenzamos a morir cuando comenzamos a nacer. Se muere en el instante de la muerte, lo mismo que se fue muriendo a lo largo de la vida: “la vida es el lento madurar de la muerte” (J.B. Libanio). Producto de nuestra contingencia, la muerte es inevitable. Pero, igual, duele. No somos Dios. Aunque “inevitable” no es sinónimo de “definitivo”. Por eso, al pie de la tumba esperamos que la resurrección de Jesús -y con la de Él, la nuestra- proclame que la muerte no tiene la última palabra; pero la historia testimonia, inapelable, que sigue teniendo (muchas) palabras penúltimas. Se preguntan, entonces, los hombres de fe al pie de la tumba ¿cómo transitar esta historia sin que lo tan-patente-penúltimo silencie lo latente-último? Entre la vida y la Vida, está(n), tozuda, la(s) muerte(s).
Muerte que -quizá- quede desautorizada, pero luego de haber descargado su aguijón. Porque hoy estamos frente a un paredón oscuro. Si Jesús resucita… lo hará después de haber muerto. Que es lo evidente, lo que hoy tenemos. Si la muerte fuera vencida, lo sería desde dentro, implosionada. Todavía se escuchan lo razonamientos de los hombres razonables, que quedaron flotando como un eco en el Calvario: “si es el Hijo de Dios, no puede morir en la cruz; si muere, no es el Hijo de Dios”. Otros, menos razonables pero más cordiales, siguen suspirando, expectantes: “que la muerte no sea lo último”… Jesús también experimentó ante la muerte de su amigo, a quien tanto amaba, la prepotencia de la muerte, y padeció su propia impotencia: “Si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto” (Jn 11,21) reclama Marta, pero se equivoca: Lázaro habría muerto igual. Por eso Jesús llora. Llora por el amigo perdido y llora por la inevitabilidad de la muerte. Llora, pero espera. Llora, mientras espera. Que la muerte no se lo último.
Que los victimarios queden desautorizados
Que los verdugos no tengan la última palabra. Que los victimarios sean objeto de una justicia distinta. Que los arbitrariamente poderosos descubran la (im)potencia del amor… rezan, sueñan, quienes son ninguneados por los prepotentes de turno. Y hoy están frente al sepulcro, esperando; asomados a la tumba de Jesús, una víctima temprana. Porque si su Padre lo rescatara, estaría desautorizando a todos los victimarios que hacen avanzar la historia sobre montañas de cadáveres. Una historia que -como anuncio y denuncia- Dios asumió por todos pero desde los márgenes.
Porque la encarnación no fue aséptica: de algún modo, nuestro Dios se unió a todo hombre (cf. GS 22), pero lo reveló desde algunos: desde el lugar del pobre, del indefenso, de quien no tiene una vida digna asegurada. Ya en su breve ministerio Jesús se irá convirtiendo en víctima de la prepotencia del poder religioso y del poder político que lo llevará a una muerte prematura. Esta identificación kenótica explica la aparente ausencia de Dios en el Jesús terreno (Jesús aparece “muy poco divino”), y permite interpretarla como revelación de la identidad solidaria de Dios con las víctimas. Así, la encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús hablan de las “preferencias” de Dios. Por tanto, habrá que tener sumo cuidado en no incurrir en afirmaciones que directa o indirectamente convierten a Dios en causa de su mal –Dios lo manda, lo quiere o lo permite– puesto que estas posturas terminan robando a las víctimas la única esperanza verdadera de salvación. Y que los victimarios queden desautorizados.
Que el presente pecaminoso quede desautorizado
Que el presente no sea lo único. Que no sea absoluto. Que no sea definitivo. Que lo utópico se vuelva tópico… claman y apuestan quienes viven no dando por descontado que mañana seguirán viviendo y quienes son amenazados por un presente circular-infernal. Y hoy están frente al sepulcro, esperando. Verdad es que, dentro de la cultura actual, está de moda hablar en contra de las utopías, pero “cuando mueren las utopías nacen las idolatrías, o pequeñas causas legítimas convertidas en absoluto y a las que se acaba ofreciendo sacrificios humanos” (J.I. González Faus).
Por eso, la memoria del que ahora yace tras la losa nos convoca, mientras aguardamos, a quebrar el cerco supuestamente natural que rodea a la realidad, desenmascarando los argumentos que pretenden legitimarla, negando lo que parece son evidencias y considerando mudable lo que se presenta como inmutable. Nos convoca a negar las pretensiones insolentes y absolutas de la realidad, su supuesto carácter sagrado, circular y cerrado, a romper la tendencia a instalarse en lo ya dado, en la sociedad y en la iglesia. Porque la sospecha de quienes esperan, vigilantes, al costado de la tumba, es que lo real no fatalistamente cíclico, sino procesual, inacabado, dinámico. Y si él resucitara, el futuro se adelantaría, iluminando, desde el horizonte, este presente ambiguo.
Pero, todavía, hoy es sábado. Habrá que esperar. La fe se hace silencio… y del silencio viene brotando, como un murmullo, la oración del coro de todos los que aguardan, heridos y expectantes, frente al sepulcro:
“Palabra de mis gritos,
silencio de mi espera,
testigo de mis sueños,
¡cruz de mi cruz!
Causa de mi amargura,
perdón de mi egoísmo,
crimen de mi proceso,
juez de mi pobre llanto,
razón de mi esperanza,
¡Tú!”
(P. Casaldáliga)
…Tú… ¡resucita, por favor!