40 años del martirio de Romero y la masacre del Sumpul Javier Sánchez: "Asesinaron a seiscientas personas, mujeres y niños, simplemente por ser pobres"
"Es necesario que la memoria histórica se encargue de no olvidar nunca a sus víctimas, pero no hay que vengar a nada ni a nadie", me dijo Rosita, de la comunidad de Arcatao
No se puede cerrar una herida en falso, hay que perdonar, que decía Julio Rivera, superviviente de la matanza, pero ese perdón no puede venir "sin verdad, justicia y reparación"
"¿Acaso Jesús conoció a Hegel o a Marx? Jesús solo conoció a los pobres y sus necesidades, y por eso lo acusaron no de comunista, pero sí de revolucionario, de “comer con pobres y pecadores”, y de liberarles"
"Hablamos de libros sagrados, o de vasos sagrados, y perdemos quizás de vista, lo que realmente es santo: los seres humanos, las personas, y especialmente las más necesitadas"
"¿Acaso Jesús conoció a Hegel o a Marx? Jesús solo conoció a los pobres y sus necesidades, y por eso lo acusaron no de comunista, pero sí de revolucionario, de “comer con pobres y pecadores”, y de liberarles"
"Hablamos de libros sagrados, o de vasos sagrados, y perdemos quizás de vista, lo que realmente es santo: los seres humanos, las personas, y especialmente las más necesitadas"
| Javier Sánchez, capellán de la cárcel de Navalcarnero
Año de 1980, un año desgraciado, triste y duro, para la historia reciente del pequeño país centroamericano de El Salvador, como decía el obispo de Chalatenango, en la Eucaristía de acción de gracias, en memoria a los masacrados en el bonito río Sumpul.
Año triste, por la cantidad de pérdidas humanas, año teñido de sangre y de injusticia, pero a la vez año teñido de vida, de esperanza; año en el que el pueblo salvadoreño experimentó que la Pascua de Jesús, es vida: siempre diré lo mismo, donde más muerte hay, también hay más vida. Es lo que experimento siempre, cada vez que piso la cárcel de Navalcarnero, en Madrid, donde voy cada día: en el lugar de la muerte y del dolor, florece la vida. En el Sumpul, como en el altar donde mataron a Monseñor Romero, en la capilla del hospitalito, floreció la vida. Vidas entregadas, por el pueblo, como la vida de Jesús de Nazaret. Vidas crucificadas y en ese mismo momento resucitadas junto al Padre.
Apenas cincuenta y un días después de asesinar a San Romero, mientras celebraba la Eucaristía, asesinaban a más de seiscientas personas, mujeres y niños, sin respetar edad, ni condición. Las asesinaban simplemente por ser pobres, porque como también decía el obispo de Chalatenango Oswaldo Escobar, en su homilía de la Eucaristía homenaje a los mártires, “la guerra de El Salvador fue una guerra contra los pobres”, en el fondo, como todas las guerras: los poderes de este mundo se enfrentan a la vida, como se enfrentaron con Jesús.
Y el poder no distingue razas, ni colores, lo que sí distingue es pobreza de riqueza, porque siempre mueren los mismos. Los que vivieron el momento de la masacre del Sumpul, supervivientes, hijos de las víctimas de aquel horrendo suceso, así nos lo relatan. Nos relatan cómo fue, y lo hacen, tengo que decir emocionado, sin ningún resquicio de resentimiento. Lo relatan pidiendo justicia, apelando a una memoria en favor de esos mártires, que no se pueden olvidar, pero en sus palabras, no hay odio, no hay lugar para la venganza.
Detrás de sus palabras, parecen verse las palabras de Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Así me impresionaron las palabras de Rosita, de la comunidad de Arcatao, cuando me relataba lo que había sucedido en todo el departamento de Chalate, durante los años de guerra: “Queremos que se haga justicia en favor de las víctimas de tanta masacre, pero yo soy feliz aquí en mi pueblo ahora, no puedo olvidar todo lo que pasó y es necesario que la memoria histórica se encargue de no olvidar nunca a sus víctimas, pero no hay que vengar a nada ni a nadie”. Y Rosita, como tantos otros, había perdido a varios familiares en la contienda.
Me parecía escuchar las palabras de Monseñor Romero, que también citaba hoy el obispo en su homilía: “Una justicia que se hace sin amor es venganza”, pero a la vez, también decía el mismo obispo que “unos crímenes de lesa humanidad no pueden ser amnistiados”. No se puede cerrar una herida en falso, hay que perdonar, que decía Julio Rivera, superviviente de la matanza, pero ese perdón no puede venir “sin verdad, justicia y reparación moral y material”.
Curiosamente, siempre que se habla de revolución de los pobres, y de opciones a favor de los crucificados, son los ricos, los poderosos, los que suelen tachar a esos pobres, y a los que unimos en esa causa, de “comunistas”, de subversivos, de ir en contra de todo y de todos. Monseñor Romero en su homilía del 30 de octubre de 1977, afirmaba: “no teman los conservadores, sobre todo aquellos que no quieran que se hablara de la cuestión social, de los temas espinosos, que hoy necesita el mundo. No teman que los que hablamos de esas cosas nos hayamos hecho comunistas o subversivos. No somos más que cristianos sacándole al Evangelio las consecuencias que hoy, en esta hora, necesita la humanidad, nuestro pueblo”.
Estas palabras del Santo de América tienen una especial significación, sobre todo porque están dichas no desde un despacho, no desde un libro de filosofía, no desde arriba, sino desde el contacto permanente con el pueblo, con su realidad, con su pobreza y su necesidad. En palabras de otro Santo de América Latina, Monseñor Pedro Casaldáliga, los cristianos “marchamos hacia el Reino haciendo historia, fraterna y subversiva Eucaristía”, y subversión significa ni más ni menos, que subvertir, cambiar el orden establecido, donde los pobres no sigan siendo pobres; “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos“, que pone Lucas en boca de María. Las palabras de Romero son las palabras de Jesús en el Evangelio, en el evangelio de San Lucas, “Dichosos los pobres…. Y ay de vosotros los ricos”.
"No somos más que cristianos sacándole al Evangelio las consecuencias que hoy, en esta hora, necesita la humanidad, nuestro pueblo", dijo Romero
¿Acaso el maestro de Nazaret era comunista? ¿Acaso Jesús conoció a Hegel o a Marx? Jesús solo conoció a los pobres y sus necesidades, y por eso lo acusaron no de comunista, pero sí de revolucionario, de “comer con pobres y pecadores”, y de liberarles. A Jesús, como a Romero, como a los mártires del Sumpul, y a las religiosas norteamericanas, los asesinaron por lo mismo: porque eran capaces de unirse clamando una dignidad como seres humanos, para todas las personas, clamando que todos somos iguales, que todos nos merecemos lo mismo, que todos somos hijos e hijas de Dios.
En palabras de Monseñor Oswaldo Escobar en su homilía antes mencionada, “persiguieron a los pobres del Sumpul porque se organizaban, porque ellos no sabían de comunismo, o de Hegel, ellos clamaban una justicia social, un mejor trabajo y un clamor por la tierra”. Dios no bendice la pobreza, sino la dignidad de todas las personas. “No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices” “Homilía de Romero, 10 de septiembre de 1978). La verdad es que cada vez que leo y releo las palabras de Monseñor, se me ensancha el corazón, pero me hace pensar que nuestro santo “se ganó a pulso que lo mataran”, como decimos en España. Monseñor Romero no quería morir, pero lo que decía, tanto estorbaba que no podía vivir. Monseñor estorbaba como estorbó Jesús, y como estorban tantos y tantas que su único pecado y delito es defender la causa de la justicia y la igualdad para todos.
Con la masacre del Sumpul sin duda se pretendía el exterminio de los pobres, ellos también sobraban, sobraban sus reivindicaciones y eran molestos para los ricos y los poderosos. El poder que mató a Jesús de Nazaret, fue el que mató a Romero, a los mártires del Sumpul, y el que sigue asesinando y matando a millones de seres humanos en el mundo. El poder no sabe de fraternidad, sino solo de riqueza y de defender unos derechos para unos pocos; y mientras esos derechos son esquilmados a los pobres de este mundo, los ricos siguen teniendo cada día más y más.
Desde que conocí a Monseñor Romero, en mi época de seminario en Madrid, a los pocos años de ser asesinado, su vida me cautivó, y su testimonio me hizo entender más el Evangelio. Y por eso, seguí al pueblo de El Salvador, su conflicto armado, su pueblo, su gente. Y por eso podría decir que la contienda salvadoreña no fue una guerra de ideologías, fue una guerra donde lo que se enfrentó fue la pobreza y la riqueza, o mejor los pobres y los ricos. Los que se enfrentaron eran las mayorías pobres (amparadas por ellos mismos, y por Romero, obispo y mártir y la teología de la liberación, también tachada de comunista, como manera especial de leer y entender el evangelio desde los pobres), contra las minorías ricas (amparadas por el poder representado en el ejército y los militares, apoyados por el poder apabullante de los Estados Unidos). Y esas mayorías pobres, no iban en contra de sus hermanos, iban en contra de su riqueza, de su opresión; jamás los pobres del Sumpul rechazaron a las minorías ricas, lo que rechazaban era que asumieran todos los derechos, y a ellos les dejaran sin lo más elemental para poder vivir, sin su dignidad como personas, como seres humanos.
"Monseñor Romero no quería morir, pero lo que decía, tanto estorbaba que no podía vivir"
Esa es la liberación que Monseñor Romero y su teología, desde Medellín y Puebla, y emanada del evangelio reclamaba: “La palabra que a muchos les molesta, la liberación es una realidad de la redención de Cristo. La liberación quiere decir la redención de los hombres, no solo después e la muerte, para decirles: “confórmese mientras viven”. No. Liberación quiere decir redención que quiere libertar al hombre de tantas esclavitudes. Esclavitud es el analfabetismo. Esclavitud es el hombre, por no tener con qué comprar comida. Esclavitud es la carencia de techo, no tener donde vivir. Esclavitud es miseria, todo eso va junto” (Homilía de Monseñor Romero, 25 de noviembre de 1977).
Por todo esto, el Salvador es “Tierra Santa”, “Tierra Sagrada”, por ser tierra de mártires, por ser tierra de hombres y mujeres asesinados por la injusticia. Recuerdo que cuando estuve por Arcatao, hace cinco años, celebrando mis bodas de plata como cura, eso fue lo que sentí: que estaba pisando Tierra Santa. Y así lo dice cuando celebré la primera Eucaristía, allí en la colonia Jesús Rojas, del mismo pueblo. Y al decirlo, enseguida fue Carlos, un campesino y responsable de uno de los grupos de Biblia del pueblo, el que me dijo: “entonces, ¿yo vivo en la Tierra Santa? Nunca lo había pensado así, yo soy muy pobre y nunca pensé que fuera tan agraciado, pero ahora al escuchárselo a usted, creo que lo soy, creo que soy muy afortunado por haber nacido aquí y poder vivir aquí, en la Tierra Santa”.
Y al recordar estas palabras, aún me emociono y se saltan las lágrimas; en la pared central del altar, detrás de nosotros, la imagen de Monseñor, que sin duda nos miraba, nos sonreía y seguía velando por su gente, como lo hacía mientras caminaba por las tierras del pueblo, y que la gente tanto recuerda.
Esa misma experiencia de pisar Tierra Santa, es la que experimento cada vez que piso la cárcel de Navalcarnero, donde voy cada día, y donde ahora por desgracia, dada la crisis del coronavirus, no puedo ir. Pisar aquellos pasillos, escuchar a los presos, llorar con ellos y abrazarlos, me hace reconocer lo que me decía Carlos aquella tarde, en la Eucaristía: “soy muy afortunado por compartir con ellos mi vida, soy especialmente agraciado y mimado por el Dios Padre-Madre, que en su día me hizo ir para allá”. Pisar el Salvador y pisar la cárcel de Navalcarnero, abrazar a cada uno de los presos y abrazar a cada salvadoreño, es en el fondo abrazar al mismo Dios, es descubrir “que lo que hicisteis a uno de estos más pequeños, a mí también me lo hicisteis”. Y también por eso, siempre recuerdo el texto de Ex 3, cuando Moisés se acerca, ante la extrañeza de ver una zarza ardiendo que no se consume, y reconoce a un Dios que le habla y le invita a descalzarse, porque la tierra que pisa es tierra Sagrada. Tendría que descalzarme cada vez que piso la cárcel y tendría que haberme descalzado cuando pisé la Tierra de El Salvador. Tierra Santa, ambas, no por ser tierra de buenos, sino por ser tierra de mártires, por ser tierra de crucificados y crucificadas.
Estando en Arcatao fuimos, Carmen y yo (Carmen es también voluntaria en la cárcel de Navalcarnero, y los dos estuvimos en El Salvador), a conocer San José de las Flores, donde estaba la hermana Tere, toda una institución en la zona de las Flores, precisamente por su trabajo en favor de los campesinos del lugar, y por su labor durante la contienda armada, siempre desde el lado de los de abajo. Y con ella estuvimos en el río Sumpul.
Allí tuvimos un especial rato de oración y de contemplación, porque estábamos en un lugar especialmente santo. En algunos sectores de nuestra Iglesia, lo santo, lo sagrado es lo que utilizamos, a veces como mero ritual, en nuestras celebraciones, perdiendo de vista que lo realmente santo es lo que nos remite al Dios de la vida y de la misericordia, y donde realmente se hace de modo especial presente, el espíritu de Jesús de Nazaret. Hablamos de libros sagrados, o de vasos sagrados, y perdemos quizás de vista, lo que realmente es santo: los seres humanos, las personas, y especialmente las más necesitadas, aquellas donde Jesús quiso siempre estar. El Sumpul es un lugar sagrado, santo, porque es lugar de cruz y de resurrección, como el mismo Calvario de Jerusalén, donde crucificaron a Jesús, o como la capilla del hospitalito, donde asesinaron a Monseñor Romero. Tuvimos un rato de oración allí, y después nos mojamos con aquellas aguas, que habían sido testigo de aquella masacre cruel, hacia los pobres. Y de algún modo, tanto Carmen como yo, comentamos que había sido como “un nuevo bautizo”: nos habíamos bautizado, renovando nuestra opción de seguimiento de Jesús, en las aguas martiriales del río Sumpul.
Había supuesto, aquel momento, un renacer a una nueva vida, desde el agua y el Espíritu, que dice Jesús a Nicodemo, pero desde un agua muy especial. Había sido pasar de la muerte a la vida, habíamos experimentado de nuevo “la Pascua”, es decir el paso de Jesús muerto y resucitado por nuestras vidas, a través de la sangre y el martirio de tantos hermanos y hermanas nuestras, sacrificadas allí.
Por eso, este año 2020, celebramos este acontecimiento martirial, el asesinato del profeta Romero, y el asesinato de cientos de personas, pacíficas, indefensas. Y además también cuarenta años del asesinato de las monjas norteamericanas en ese mismo año de 1980, el día dos de diciembre. Y esas son, en palabras de Jon Sobrino, las auténticas víctimas de nuestro mundo: los pobres, los desheredados, los que no cuentan, los excluidos. Año martirial, año de gracia, año de pascua, año de paso especial del Espíritu de Jesús por nuestras vidas, a través del martirio de nuestros hermanos y hermanas. Por eso, el 14 de mayo de cada año, y este de 2020, en su cuarenta aniversario, no es un mero recuerdo de algo que pasó, es una memoria viva de lo que no tenemos que olvidar, para evitar volver a cometer los mismos errores. La memoria histórica nos lleva a hacer presente, casi cada instante de aquello que sucedió, y que no puede volver a suceder jamás.
“Por esta tierra del hambre, yo vi pasar un viajero, humilde, manso y sincero, valientemente profeta, que se enfrentó a los tiranos, para acusarles el crimen de asesinar a su hermano pa´defender a los ricos”; tierra de hambre, pero por eso tierra especialmente de Evangelio; tierra de opresión, y por eso tierra donde las bienaventuranzas calan de modo especial; tierra de mártires y por eso tierra de semilla de nueva esperanza.
Ese viajero, ese profeta, sigue vivo en El Salvador, y así también lo pude comprobar cuando estuvimos por allí; sigue presente no solo en lugares especialmente Sagrados (en el hospitalito, en la cripta de la catedral…), sino sobre todo, donde siempre quiso estar, entre “su pobrerío”, con la gente con la que se sentaba a diario a platicar y a compartir su vida, con la única arma “de tener el evangelio en la mano”, como sigue diciendo la canción. Ese Padre-Madre nuestros que él predicaba y que hace que todos nos sintamos hermanos.
Me impresionó estando en el centro Monseñor Romero, en la UCA, la fotografía de Romero, con una bala en el corazón, el día del martirio de los jesuitas: habían pasado más de nueve años del asesinato de Romero, pero a sus asesinos, el ejército y los poderosos, les llenó de rabia que aún siguiera vivo, que no podían acabar con él. “Podrán matar al profeta, pero su voz de justicia no… la historia no callará”. Como no pueden hacer callar al Evangelio ni a Jesús de Nazaret.
San Romero, masacre del Sumpul, religiosas norteamericanas, catequistas, campesinos, jesuitas de la UCA… mártires todos de nuestra tierra, os tenemos presentes siempre, estáis en nuestro corazón y en el de Dios. Sois parte de nuestra vida y de nuestra memoria. Seguís en el corazón del pueblo. Que esa memoria, parte de nuestra vida y de nuestra historia, alimente siempre nuestro caminar como cristianos, y nos haga seguir luchando por un país más justo, más igualitario y más fraterno, donde la sangre de los mártires sea semilla de una nueva tierra , “que quizás no podamos ver, pero que habrá que forzarla para que pueda ser”, que dice Labordeta en su canción.