Invisibles

Invisibles
Invisibles

Para María sobrevivir 

no es una frivolidad.

Cada mañana representa un nuevo reto

desde que se levanta

y mira su desvaída imagen al espejo

con el primer y helado destello

del amanecer.

Luego contempla a su hija en silencio,

bien acurrucada bajo su manta,

porque no hay posibilidad

de mantener la calefacción encendida

durante una noche tan larga.

Le regala una afligida sonrisa

y una leve caricia como despedida

junto a una nota breve,

con el escaso desayuno

que le deja preparado en la cocina.

Al salir del portal resbala y cae al suelo.

Nadie la ayuda a levantarse,

a esas horas en que todo el mundo

corre sin mirar a su alrededor.

Mal empieza la mañana

con esas escasas gotas de lluvia

que no limpian ni los recuerdos,

ni las manos, ni disipan el desaliento.

Triste maestra en paro

que desciende humillada

las escaleras del metro

y de vagón en vagón tiende la mano,

solicitando con voz apagada una moneda

a los viajeros que miran inmutables

sus móviles, escuchan música

o dialogan con su compañero de asiento.

Y ella va pasando, invisible,

sin rozar a nadie para no contaminarle

con su desventura,

mientras una lágrima helada

se desliza por su mejilla

y su desesperación, como un maldito

y pesado fardo a la espalda.

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