No pude reconocer las calles que aquella tarde
decidí recorrer para silenciar la nostalgia.
Ya no eran las de antes,
las que disfrutaba con la mirada bañada de asombro,
con el aliento entrecortado
por lo que a cada instante resultaba inédito.
Ha desaparecido mi colegio,
cuyas ventanas asomaban
por los bajos de un edificio de pisos.
También la mercería donde compraba las cremalleras
y las bobinas de hilos de colores, para que mi madre
terminara los trajes que la encargaban.
Y la panadería, con su mostrador de mármol,
se ha transformado en una pequeña frutería
donde despacha un joven de Bangladesh.
Han ocultado también los charcos que pisaba
con mis botas de hule,
bajo una gruesa capa de oscuro asfalto.
Y en el lugar que ocupaba mi casa baja,
con su entrada de arena, su fuente y su higuera,
ahora se alza un bloque de viviendas
donde los vecinos apenas se saludan…
Los recuerdos se agolpan en mi mente,
pero ya no son los mismos lugares
a los que se aferraba la memoria.
Algo más viejo que antes de llegar,
los pies lentos, cansados, retoman la senda
del hogar que ahora me cobija,
donde solo quedan fotos de color sepia,
con la apagada claridad de una infancia
que se desvanece tras la niebla de los días.