A la hora de la brisa
sin concurso de varón alguno,
porque quien posee la fuente de la vida
no precisa de modelos ni costillas.
Al terminar su obra, la contempló dormida
y le infundió con suma delicadeza
el aliento que alma la existencia
y ella comenzó a despertar a la luz.
Aquella primera noche la acompañó
a contemplar la luna y su influjo
en el mar, y así comenzaron a sentir
el suave mecimiento de las mareas.
La savia de las plantas se sentía correr
sin detenerse desde las raíces,
subiendo por el tronco hasta las ramas.
Entonces la mujer se abrazó al árbol de la vida
y sintió dichosa cómo le brotaba
un manantial rojo, ardiente,
volcánico desde dentro
y que se derramaba fecundando la tierra.
Dios se inundó de gozo al verla tan feliz,
se desnudó de quimeras, doctrinas y lastres,
y acarició a la mujer.
Ella le recibió y se sintió al fin plena,
le miró con ternura
y se dejó abrazar, descubriendo juntos
la humana sensación del éxtasis
en sus cuerpos transparentes.
La Divinidad lentamente se fue convirtiendo
en un seno profundo desde el que todo renacía,
una imparable crecida de pasión y dulzura.
Y escuchó cómo le susurraba la mujer al oído:
«No te alejes nunca más y vuelve a nuestro lecho
de suaves sábanas y sueños,
cúbreme de nuevo de flores,
de ardientes miradas, de besos».
Transformadas las dos al fin en diosas,
compartiendo paradisíacas confidencias,
pasearon radiantes por el jardín esa tarde
a la hora de la brisa.