Una sola familia humana
«Yo deseo llevar a cabo la fraternidad o identidad no solo con los seres llamados humanos, sino que quiero llevar a cabo la identidad con toda la vida» (Mahatma Gandhi).
La protección de la propia vida quizá sea el instinto más primigenio y más fuerte que poseen los seres humanos. Se han escrito, documentado y visto numerosos ejemplos de hombres y mujeres que han sobrevivido en los casos más extremos.
En un segundo lugar podríamos incluir la defensa de la propia tribu, clan o familia. Tanto entre hombres y mujeres como en los demás seres vivos.
Pero, tanto entre las personas como en buena parte del reino animal, también existen otras tendencias de cuidado e incluso de llegar a dar la vida por otros seres humanos o animales, como apoyo de otros hombres y mujeres del mismo país, religión, ideología… o a animales de la misma especie u otras. Con esto se cuestiona la supremacía del más fuerte y se da más importancia, según grandes científicos de la evolución humana, a la cooperación y el cuidado para poder superar juntos grandes calamidades y problemas.
Los grandes maestros de la humanidad, desde parámetros humanistas, filosóficos o religiosos, han abogado por la superación de fronteras raciales, políticas, religiosas, culturales, sexuales… para sentirnos hermanos unos de otros. La misma genética afirma que todos los seres humanos poseemos los mismos genes y que compartimos una gran cantidad con los demás seres vivos. Y los astrónomos afirman que nuestros cuerpos están formados por los mismos elementos químicos que existen en el resto del universo. Estamos compuestos, por lo tanto, por el polvo estelar procedente de la gran explosión del universo de la que procedemos.
Esto debería bastar para reencontrarnos como una gran macrofamilia formada por todos los hombres y mujeres que existen y han existido anteriormente, por la atmósfera, los seres vivos, las plantas y los árboles, las montañas, los mares, ríos y océanos… Hermanos y hermanas de todo el universo conocido y desconocido.
No obstante, en lugar de ampliar lazos, borrar fronteras, desterrar diferencias, preferimos encerrarnos en nuestro propio cubículo moral, cultural y material, para no pensar y desentendernos así de nuestra gran familia. En especial de quienes sufren este rechazo, mediante la explotación, la exclusión y la marginación. De los hombres y mujeres más débiles y desfavorecidas, de las especies animales en peligro, de la contaminación de los océanos, la tierra y el aire, de la explotación inmisericorde de las materias primas y de los bosques. De los miles de toneladas de basura que hemos lanzado y nos rodea en el espacio.
Solo podrán alcanzar la auténtica y profunda alegría, quienes incorporen a su familia de sangre al resto de la humanidad, sintiendo a cada uno/a como hermanos y hermanas.
Quienes sienten en su interior la llamada del dolor desde cualquier lugar y latitud, mostrando a continuación, sin demora, la actitud más humana y fraterna: la solidaridad, la ternura y la cercanía hacia cualquier ser esté donde esté, provenga de donde provenga, tenga la piel o el pensamiento que tenga. La fraternidad nos humaniza y nos regala el don gratuito, plenificante de la felicidad.
«Felices quienes amplían su círculo de amistad a cualquier persona de otra raza, religión, cultura, condición sexual, familiar, social… Y se sienten muy felices siendo así».