Cuando pronuncio tu nombre y vuelvo al adolescente que te velaba en la noche ante tu altar de muchacha, se paraba el mundo entero bajo un manto de esperanza con mi miedo de ser hombre.
No te llamaba mi boca ni mis labios, solo el alma se acurrucaba muy pobre como un niño en tu regazo a reposar en tu calma.
Ahora cargado de tiempo te llamo de nuevo a solas desde la sombra y el miedo. ¡Qué alegre suena, María, sentir vibrar en mi entraña como una brisa de vida la dulzura de tu nombre!