Esperanza siempre
El contenido de esta palabra languidece en nuestra cultura. No es un valor que se vive, sino un deseo que no acaba de concretarse en su derivada natural: la alegría. Como afirma Chesterton en El hombre eterno, el pesimismo no consiste en cansarse del mal sino del bien. Y cuando lo bueno de una sociedad deja de funcionar, la sociedad empieza a declinar roída por dentro. Y este camino lleva a la decadencia o declive de la cultura, las instituciones civiles, las relaciones sociales, los valores y otras características principales de una civilización, incluida la Iglesia.
Chesterton resulta original al invertir la idea preconcebida de que nadie se hastía de la alegría. Y escribe con audacia que “el pesimismo llega cuando nos cansamos del bien” permitiéndonos secar las fuentes de la verdadera alegría. No hay escape posible, la alegría y su antecedente, la esperanza, no se compran con dinero ni estimulando los sentidos. Es otra la fuente que hay que activar para que aquellas broten dentro de cada persona. ¿De dónde nace la esperanza? No nace, desde luego, esperando a que el problema se solucione, a que la crisis pase, esperando que la situación cambie. Esto no es esperanza, sino añoranza y pasividad. La esperanza está más cerca de una respuesta activa de rebeldía positiva frente a la incertidumbre que nos desequilibra. Está emparentada con la incansable construcción de mañanas con la que experimentaremos que la Vida triunfará sobre toda Muerte. Con la desesperación, en cambio, nos cegamos hasta perder el control de nosotros mismos. Mientras que la esperanza nos acciona para construir el futuro, plantando las bases del amñana desde el presente.
Para un cristiano, la esperanza es mucho más que optimismo; esperar es la capacidad para ver aun cuando nuestros ojos no vean. No es solo un don del Espíritu -virtud teologal- sino una obligación pedirla al Espíritu. La fe en Cristo y la confianza subsiguiente nos invitan a esperar pasando del “creer que” ocurrirán cosas al “creer en” Cristo por encima de toda adversidad. No estéis tristes, nos exhorta el Evangelio porque el plan de Dios arrastra toneladas de esperanza que, no obstante, exige despertar nuestro corazón para convertirlo en hechos de esperanza para otros que a su vez nos ayudan a “esperar contra toda esperanza” (Romanos 4,18).
Pero nos cansamos del bien y nos volvemos pesimistas, como dice Chesterton. Decidimos que ya no merece la pena trabajarnos en la bondad y empezamos a querer vivir de las rentas de haber hecho el bien y de haber esperado solo nuestra voluntad, que no llega a concretarse en felicidad. Empezamos a dejar de vivir. Y entonces nos marchitamos en la decadencia. ¿Por qué? Porque no hacemos las cosas mirando a Cristo cuando las hacemos para los demás. Y los demás, antes o después, nos defraudan; somos humanos, sentimos la ingratitud creyendo que merecemos el reconocimiento de quienes deben valorar lo que hacemos. Sentimos que la gente a la que ayudamos nos debe algo. Solo cuando nos cansamos de hacer el bien, descubrimos que el bien que hacíamos no lo estábamos haciendo para Dios. No era algo desinteresado, no era amor. Y descubrimos una crisis de motivos aun en los gestos en los que ponemos más generosidad.
Pero la puerta de la esperanza siempre está ahí, para crecer. Y volveremos a empezar, y entonces brotará de nuevo la alegría.
Chesterton resulta original al invertir la idea preconcebida de que nadie se hastía de la alegría. Y escribe con audacia que “el pesimismo llega cuando nos cansamos del bien” permitiéndonos secar las fuentes de la verdadera alegría. No hay escape posible, la alegría y su antecedente, la esperanza, no se compran con dinero ni estimulando los sentidos. Es otra la fuente que hay que activar para que aquellas broten dentro de cada persona. ¿De dónde nace la esperanza? No nace, desde luego, esperando a que el problema se solucione, a que la crisis pase, esperando que la situación cambie. Esto no es esperanza, sino añoranza y pasividad. La esperanza está más cerca de una respuesta activa de rebeldía positiva frente a la incertidumbre que nos desequilibra. Está emparentada con la incansable construcción de mañanas con la que experimentaremos que la Vida triunfará sobre toda Muerte. Con la desesperación, en cambio, nos cegamos hasta perder el control de nosotros mismos. Mientras que la esperanza nos acciona para construir el futuro, plantando las bases del amñana desde el presente.
Para un cristiano, la esperanza es mucho más que optimismo; esperar es la capacidad para ver aun cuando nuestros ojos no vean. No es solo un don del Espíritu -virtud teologal- sino una obligación pedirla al Espíritu. La fe en Cristo y la confianza subsiguiente nos invitan a esperar pasando del “creer que” ocurrirán cosas al “creer en” Cristo por encima de toda adversidad. No estéis tristes, nos exhorta el Evangelio porque el plan de Dios arrastra toneladas de esperanza que, no obstante, exige despertar nuestro corazón para convertirlo en hechos de esperanza para otros que a su vez nos ayudan a “esperar contra toda esperanza” (Romanos 4,18).
Pero nos cansamos del bien y nos volvemos pesimistas, como dice Chesterton. Decidimos que ya no merece la pena trabajarnos en la bondad y empezamos a querer vivir de las rentas de haber hecho el bien y de haber esperado solo nuestra voluntad, que no llega a concretarse en felicidad. Empezamos a dejar de vivir. Y entonces nos marchitamos en la decadencia. ¿Por qué? Porque no hacemos las cosas mirando a Cristo cuando las hacemos para los demás. Y los demás, antes o después, nos defraudan; somos humanos, sentimos la ingratitud creyendo que merecemos el reconocimiento de quienes deben valorar lo que hacemos. Sentimos que la gente a la que ayudamos nos debe algo. Solo cuando nos cansamos de hacer el bien, descubrimos que el bien que hacíamos no lo estábamos haciendo para Dios. No era algo desinteresado, no era amor. Y descubrimos una crisis de motivos aun en los gestos en los que ponemos más generosidad.
Pero la puerta de la esperanza siempre está ahí, para crecer. Y volveremos a empezar, y entonces brotará de nuevo la alegría.