La gran semana cristiana

Cada año por estas fechas, celebramos el misterio de Dios que decide hacerse hombre como expresión máxima de cercanía y encuentro, y sin atajos divinos para ser uno más entre nosotros (Enmanuel), por amor, menos en el pecado. La Pascua de Navidad precede a la Pascua de Semana Santa como expresiones del paso del Señor entre nosotros, aunque “los suyos no le recibieron”.

El domingo de Ramos todo parecía en su sitio. Jesús entra en Jerusalén aclamado y reconocido por el bien que hacía. Era un personaje famoso y querido, al que se le tributa una manifestación de afecto espontáneo cuando aparece a lomos de un borrico, símbolo de mansedumbre y paz. Pero, pocos días después, esas mismas gentes gritaban histéricos ante Pilatos: “¡crucifícale!” Ellas y cualquier otra generación, nosotros mismos, hubiésemos sido aquellas gentes, y con su misma actitud.

Qué tensión tan insoportable sentiría Jesús viendo como se le estrechaba el acoso mientras veía a sus seguidores, buenas personas pero frágiles, que no estaban a la altura de las circunstancias. Pero aceptó el desafío del amor más radical y a la vez desconcertante que supera el formalismo legal de quienes lo utilizan para sí y que ven peligrar su status personal y “religioso”. En estos primeros días de la semana se fue concretando la calumnia y el asesinato con la apariencia de que se ajusticiaba a un blasfemo y peligroso personaje que se debe abatir por el bien de todos. En ello acabaron juntándose autoridades religiosas y civiles, pueblo e invasores romanos.

El jueves, para nosotros el día del amor fraterno, lo es porque Jesús lanza el mensaje revolucionario en su cena de despedida: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” mientras realizaba el gesto supremo del Maestro lavando los pies polvorientos a sus discípulos. Una tarea que entonces era propia de esclavos: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.

El amor de Cristo incluye a todos los seres humanos: a Caifás, a Judas, a su madre… a Hitler, a Putin, a todos y todas por igual. Otra cosa es la respuesta a dicho amor, incluso cuando este es a los enemigos. Nos cuesta digerir el mensaje del Jueves Santo, pero es desde la actitud hecha conductas que reconocemos a los cristianos: sólo así. La Eucaristía nos remite al prójimo. Compartir la mesa es compartir un estilo de vida basado en el servicio.

El Viernes Santo es el paso (la Pascua) de Dios por la noche del hombre. Es el tiempo de la Pasión, de la angustia y la soledad de quien experimenta lo que le viene encima. Pero Jesús no deja de dialogar con el Padre, sobre todo en el huerto de los olivos, un ejemplo para todos de que la oración es imprescindible si queremos estar por encima de nuestras limitaciones.

El sábado parecía la consumación del fracaso total. Sin embargo, la madrugada del domingo se convierte en la mayor fiesta cristiana para siempre. Es la alborada pascual, el día de alegría máxima del triunfo del amor con la Resurrección de quien ha transformado la muerte en fuente de vida. La noticia no fue un acontecimiento de masas, sino la experencia máxima desde la fe. Lo que sí queda claro es el papael estelar de las mujeres. Ellas anunciaron la Resurrección al mundo (apóstoles, enviadas): “Id y decidles a ellos, Jesús ha resucitado y os espera en Galilea”. Por una mujer vino el Salvador al mundo, y mujeres anunciaron a Cristo resucitado, tal y como lo atestiguan los cuatro evangelistas. Desde entonces, la Pascua no termina: la celebramos en la Eucaristía y en cada encuentro de amor con el prójimo.

Cada momento de la existencia podemos resucitar un poco de nosotros si humanizamos nuestro entorno a la manera de Jesús. Vivir la Pascua es la mejor manera de florecer nuestra vida, viéndola con ojos nuevos sabiendo que el silencio de Dios no es ausencia. Dios nos da luz y fuerza para que podamos mitigar el sufrimiento, e incluso evitarlo en tantas ocasiones. Sobre todo, nos capacita para convertirlo en amor sabiendo que ni siquiera la muerte es definitiva. La Semana Santa se vive siendo luz para quienes nos rodean.

El ejemplo de Jesús de Nazaret nos invita con insistencia a cambiar la manera de ver a las personas y a los acontecimientos. Su Mensaje fue tan deslumbrante que persiste iluminando la historia a pesar de quienes no lo aceptaron entonces ni tampoco lo acepta ahora. Como afirma Joan Chittister, el desafío es aprender a confiar en la oscuridad, así como en la luz. Y si no vivimos desde el ejemplo, escandalizamos.

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