El Cuerpo Real de Criso: ¿La Iglesia?
*A Xabier Pikaza, cuyas palabras, ideas y sugerencias me ayudan a volver siempre al origen. Si la Iglesia no es en el mundo el padre de los desahuciados, vejados y humillados, no es la presencia real de Cristo.
Una de las principales notas identificativas de la tradición que nos llega desde los primeros seguidores de Jesús tras su ejecución es la del cuerpo como elemento diferencial respecto a cualquier otra de las tradiciones religiosas del Imperio romano. En la línea de la antropología bíblica (Pikaza, Salamanca 2006), el cristianismo incipiente pone el punto focal de su experiencia vital en la corporeidad humana: la satisfacción de las necesidades básicas en la eucaristía y los ritos funerarios que permiten a una comunidad existir a través del tiempo (Corley, Estella 2011). Frente a la divinización como deshumanización de las religiones de la koiné romana, el cristianismo opone una humanización de lo divino por medio de la experiencia corpórea, de ahí que las ekklesias nacientes se entiendan como una continuación en el tiempo del cuerpo de Jesús torturado, pero transmutado por la acción de Dios en cuerpo glorioso. Aquel cuerpo lacerado es hoy la comunidad que vive y celebra la acción de gracias de la presencia amorosa de Dios en medio del mundo. La Iglesia es, así, continuación temporal del cuerpo real de Cristo, aquel que fue quebrantado y molido por el mal del Imperio, y que continúa su presencia creadora del Reino por medio de la Iglesia. Esta experiencia, sacramental y mistérica, del cuerpo de Cristo en la Iglesia fue el sentir común hasta bien entrada la Edad Media, pero la cosa cambió radicalmente con la llegada del tratado De Ecclesia y la configuración jurídica y apologética de la Iglesia.
En efecto, podemos identificar los primeros tratados eclesiológicos del siglo XIV, Jaime de Viterbo o Juan de Torquemada, como el lugar de paso efectivo entre una consideración de la Iglesia como el cuerpo real de Cristo a la consideración de la misma como Cuerpo Místico de Cristo. Durante los más de mil años anteriores, la Iglesia consideraba la Eucaristía como el cuerpo místico de Cristo, mientras la Iglesia era el cuerpo real. Es decir, la realitas de la presencia de Cristo en el mundo se debía a la Iglesia como comunidad o Comunión de los Santos, mientras que la presencia mistérica de Cristo se debía a la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo. Esto implica que es la comunidad entera la que hace presente a Cristo en el mundo, mientras la Eucaristía es la mediación sacramental de aquella presencia. Por tanto, ¿qué significado tiene este cambio? Uno fundamental y que la teología actual debe abordar si quiere ser fiel a la Tradición y al Evangelio.
El Concilio Vaticano II supuso, en palabras de Pié-Ninot, una síntesis entre las dos visiones eclesiológicas de los dos milenios de la Iglesia: de un lado la sacramental y mistérica del primer milenio (la Iglesia como cuerpo real), y de otro la jurídica y apologética del segundo milenio (la Eucaristía como cuerpo real). El Concilio hizo la labor de conciliar ambas tradiciones en una síntesis, cree Pié-Ninot, que unifica ambas tradiciones menores, llamémosles así, en una nueva gran Tradición. Pero, creo que esto no fue así y los hechos posteriores al Concilio lo demuestran. Si observamos los textos de Lumen Gentium podemos ver cómo ambas tradiciones se superponen, de forma que no llega a haber síntesis. Existen afirmaciones distintas cosidas unas a otras sin ningún tipo de fusión. Permanece la visión jurídica de la Iglesia y de otro se recupera la visión sacramental y mistérica, pero no hay síntesis. Y no la hay porque no puede haberla. La visión jurídica y apologética es una consecuencia espuria de la lucha por el poder dentro y fuera de la Iglesia y no la consecuencia de una profundización en la Tradición. La Tradición es que la Iglesia es cuerpo real de Cristo, presencia sacramental de Dios en el mundo, misterio de Encarnación constante del Hijo. Todo lo que vino tras el siglo XIV no es sino la justificación de una estructura de poder que no pretende otra cosa que conservarlo.
Lo podemos ver en dos documentos fundamentales que surgieron tras el Concilio y que representan la vuelta, si puede hablarse así, a la visión jurídica y apologética de la Iglesia: el Catecismo de la Iglesia Católica y el Código de Derecho Canónico. En ambos documentos prima la dimensión jurídica, externa y objetiva de la Iglesia, mientras que la dimensión sacramental queda reducida a la práctica de los sacramentos concretos, teniendo en la Eucaristía, Cuerpo Real de Cristo, su culmen. Esta perspectiva de la Iglesia es heredera directa de aquella transmutación de la experiencia cristiana de los orígenes. En un principio la Iglesia se tenía por la Comunión de los Santos que hacen presente a Cristo realmente en el mundo. La Eucaristía es la celebración comunitaria de aquella presencia mistérica. La Eucaristía es fruto de la vida de la Iglesia, no al contrario. Si la Iglesia no es la presencia real de Cristo en el mundo, la Eucaristía, acción de gracias del Evangelio, buena noticia,se torna en dis-caristía, acción de desgracia, del dis-angelio.
El cambio respecto a la consideración del cuerpo real y cuerpo místico se debe a la deriva clerical y autoritaria de la Iglesia medieval. Si la presencia real de Cristo se da en la Eucaristía y esta está controlada por un orden sagrado ordenado jerárquicamente, la Iglesia no puede ser sino la expresión de esta sacralización del poder. Poder sobre el mundo, poder sobre las cosas santas, poder sobre Dios. Se hace necesario volver al origen: que la Eucaristía sea la acción de gracias de la presencia del Evangelio que es Cristo mismo hecho hombre en medio del mundo a través de la Iglesia, Cuerpo Real de Cristo, continuación temporal de la acción por el Reino de Jesús de Nazaret, torturado y ejecutado por su vida y acción por el Reino, muerto por nuestros pecados y para la salvación del mundo por la gracia de Dios.