Mad Max a la vuelta de la esquina

Bien es sabido que un mundo a lo Mad Max no es posible, en primer lugar porque desaparecida la civilización tal y como la conocemos no habría la tecnología suficiente para transformar el petróleo en combustible útil para los vehículos, ni siquiera para extraerlo. Se trata de un proceso complejo y costoso que requiere de una inversión grande en capital físico y humano, posible únicamente en sociedades estructuradas, nada que ver con la realidad que vemos en el film distópico al que nos referimos. Sin embargo, sí es válido el símil de la película con la realidad hacia la que avanzamos en lo concerniente a un mundo cada vez más desestructurado donde los hombres vuelven a vivir en hordas seminómadas en búsqueda de alimento y en lucha constante por la supervivencia. No sería propiamente una vuelta a las cavernas o a un estado primitivo del desarrollo evolutivo humano, no, antes bien sería la caída en un mundo subhumano, posthumano si hacemos caso a Fukujama, en el que el hombre no es más que un animal muy inteligente y nada más.

Los datos, repito, los datos, no las interpretaciones, nos dicen que este mundo en quiebra avanza a pasos agigantados hacia una realidad para la que no estamos preparados, al menos en el mundo enriquecido. Los científicos del IPCC acaban de dar la voz de alerta ante el aluvión de datos que confirman que el cambio climático se acelera y resulta ya imparable. Han constatado que sus previsiones quedaban obsoletas nada más publicarlas y que el deterioro del planeta es irreversible. Lo hemos dicho en este espacio muchas veces y lo confirmamos hoy con pesar: estamos matando el planeta, al menos matándolo para la supervivencia del ser humano. Por primera vez en un millón de años hemos alcanzado los 400 ppm de CO2 durante tres semanas consecutivas (del 12 de marzo al 2 de abril, y sigue). La acidificación del océano ha aumentado un 26% en el Ártico y la Antártida, aguas frías que estaban sirviendo de sumidero natural de CO2 a costa de convertir el agua en un potente disolvente de las conchas de los animales marinos y por tanto en un impedimento para el normal desarrollo de la cadena trófica. Este es un dato terrorífico, pues estamos a nada de ver un océano casi muerto y convertido en un masa de agua fétida.

Sin embargo, y pese a todo lo que los científicos puedan decir, seguimos buscando petróleo que quemar; seguimos consumiendo como si no hubiera mañana, para que no haya mañana; continuamos con nuestro criminal modo de vida como si no debiéramos nada a nadie, como si no tuviéramos hijos, como si después de nosotros se extendiera la nada más pavorosa. Y todo, todo, sometido al dictado de la férrea ley del productivismo capitalista más burdo. Somos incapaces de atender a la razón y no queda más remedio que atendamos al palo. No será un castigo impuesto por ninguna divinidad vengativa, será el resultado de nuestros propios excesos. Si no paramos ya el tren que se dirige al abismo, pronto estaremos viviendo en un mundo lleno de esos miedos que pueblan nuestras películas y series de televisión: vampiros, zombis y jaurías humanas. Pronto el hombre será un lobo para el hombre y la humanidad un triste recuerdo en los sueños de algunos. Como dijera Walter Benjamin, la revolución no es una transformación radical del mundo, es, simplemente, el freno de emergencia del tren hacia el abismo. Nos hace falta, como dijera Chesterton, ser muy conservadores para ser revolucionarios. Ojalá que seamos verdaderos conservadores, al menos tanto como para hacer una revolución que nos libre del abismo.
Volver arriba