Arraigados en la oración y en la ayuda a los demás

A una semana del inicio del Sínodo de obispos en Roma, con el título Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, quiero recordaros unas palabras del Papa Francisco a los jóvenes pronunciadas el 13 de enero de 2017: «He querido que ustedes ocupen el centro de la atención porque los llevo en el corazón. […] Los invito a escuchar la voz de Dios que resuena en el corazón de cada uno a través del soplo vital del Espíritu Santo. […] Un mundo mejor se construye también gracias a ustedes, que siempre desean cambiar y ser generosos».

El Papa Francisco nos está invitando a todos, y de una manera especial a los jóvenes, a «construir con otros un mundo más humano». ¿Cómo hacerlo? Ayudando a los jóvenes a que sean arriesgados para seguir a Jesucristo, que busquen la sabiduría en quien la tiene sin engaño, viviendo sin nostalgias de un tiempo pasado y observando también las oscuridades que tenemos en este tiempo, las emergencias de las que tanto nos hablan que tiene nuestra época. Reaccionemos, que no es buscar o pedir una intervención espectacular, pero sí situarnos junto a otros para mirar más allá de uno mismo, probando incluso caminos nuevos, con la esperanza de que puede surgir algo mejor.

Contemplamos en el mundo de los jóvenes, en todas las latitudes de la tierra, aunque se den con acentos distintos y de formas diferentes, deseos, necesidades, sensibilidades, modos de relacionarse con los demás que son nuevos. Así nos lo ponen de manifiesto los encuentros internacionales de jóvenes con el Papa. «Con la globalización los jóvenes tienden a ser cada vez más homogéneos en todas las partes del mundo». No obstante, en muchos lugares encuentran dificultades para tener horizontes que les hagan tomar opciones de vida: falta de libertad, pobreza, exclusión, migraciones, crecimiento sin familia, abandono, explotación, trata, esclavitud…

En situaciones de cambio como las que estamos viviendo, conscientes de que estamos en una nueva época, nos corresponde a todos plantear los fundamentos de la vida. ¿Dónde encontrar esos fundamentos? Me atrevo a haceros una propuesta, es la que os digo en el título de esta carta: «Arraigados en la oración y en la ayuda a los demás». ¿Qué significa ese arraigo y esa ayuda? Atrevernos a conformarnos interiormente con Cristo, que siempre está presente en su Iglesia. Una Iglesia que irradia el Espíritu de Cristo en todo lo que existe, en la sociedad, la cultura, el universo, manifestando así la Belleza más grande, sin la cual no entregamos ni suscitamos la verdadera belleza en el mundo, pues lo más bello se manifiesta en la unión del cielo y la tierra.

¿Qué aprendizaje tendríamos que hacer para encontrar ese arraigo y sabiduría que nos da la oración y para ayudar a los demás con el comportamiento que nos pide el verdadero encuentro con el prójimo? Alcancemos esas dimensiones que han de estructurar nuestra vida: aprendamos a ser y convivir, a ser protagonistas de la ayuda a los demás y a habitar juntos en este mundo. El Evangelio da unos contenidos a estas dimensiones que deseo comentar:

1. Aprendamos a ser y a convivir. El Señor nos da y nos regala su propia oración, el padrenuestro. Nos regala esta manera de ser y de convivir, siendo y viviendo como hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Hagamos este aprendizaje con Él. Precisamente por eso decimos: «fieles a la recomendación de Dios nos atrevemos a decir». En las tres primeras peticiones se nos dice lo esencial, pues imploran que Dios sea todo en todos: «Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino». Las siguientes peticiones nos plantean y nos regalan los medios y las condiciones para colaborar en este acontecimiento: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden y no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal». Esto es esencial, pues cuando se debilitan las certezas, cuando se manifiesta una pluralidad moral a veces a la carta, es difícil orientar la dirección que tiene que mantener el ser humano y se hace más preciso incrementar el descubrimiento de quiénes somos, desarrollando la dimensión trascendente.

2. Aprendamos a ser protagonistas de la ayuda a los demás. El Señor nos lo manifiesta en la parábola del buen samaritano. Le preguntan: «¿Quién es mi prójimo?» y, con su respuesta, nos hace ver cómo ha de ser nuestro protagonismo para ayudar a los demás. Hombres creyentes pasan al lado de un hombre apaleado, medio muerto, pero siguen su camino. Solamente uno baja de su cabalgadura, se acerca a él, lo mira, lo cura, lo venda, lo toma en sus brazos, lo pone en su cabalgadura y lo lleva a que lo cuiden hasta recuperarse, pero sin desentenderse de él, pues volverá a verlo. Ser protagonistas supone establecer vínculos personales con los que encuentro en mi camino, basados en la apertura a todos los hombres, capaces de experimentar en uno mismo los sentimientos de Cristo, viendo en todos al mismo Cristo. Ser protagonistas en ayudar a los demás supone también colaborar en proyectos y tareas comunes.

3. Aprendamos a habitar juntos en este mundo. ¡Qué grande es asumir la responsabilidad de ocuparnos de curar todas las heridas que esta humanidad padece! Lo cual no quiere decir que todo el mundo tenga que adoptar una manera concreta de vivir, sino que todos pongamos en valor lo que necesitamos para vivir, ese amor que alcanza la belleza más grande en Jesucristo y que tan bellamente describe el Señor cuando nos dice: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Ese «como yo» es lo más importante. En la carta a los corintios, san Pablo describe ese amor con su belleza y sus conquistas y, si vivimos de él, haremos habitable este mundo: paciencia sin límites para reconocer al otro, que tiene derecho a vivir, nunca es un estorbo; servicio, hacer el bien siempre, experimentar la felicidad de dar; sin envidias, sanando la vida, sin malestar por el bien del otro; sin arrogancias, sin aparecer superior a los demás, sin entrar en la lógica del dominio del otro; amables, respetando la libertad, que sea el otro quien abra el corazón; desprendidos, sin encerrarnos en intereses personales; sin ser violentos, sin ponernos a la defensiva, aislándonos y enfermándonos; perdonando siempre, aprendiendo de Dios mismo, es la experiencia liberadora que el mismo Dios nos ofrece y que nos pide que ofrezcamos a todos; descubriendo la alegría y la felicidad que nacen de dar siempre más que recibir; disculpar, cuidando la imagen de los demás, hablando bien del otro; confiando siempre, lo que hace posible una relación de libertad y renuncia a la posesión y el dominio; esperanza siempre, sobrellevando todas las contrariedades.

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos Card. Osoro Sierra, Arzobispo de Madrid
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