Inmortales
El libro de la Sabiduría, del Antiguo Testamento hace referencia a esa condición de eternidad que recibe todo ser humana. Dios “todo lo creó para que subsistiera… Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”. Desde el vientre materno, ya todo ser humano inicia su recorrido hasta la eternidad. Los autores sagrados, en particular los del Nuevo Testamento, precisamente hablan de ello: estamos llamados a participar en la eternidad, porque Dios mismo ha cumplido la promesa de la salvación a través de la acción redentora de Jesús, el Dios humanado.
Dios se hizo hombre y pasó por el trance de la muerte. A esta la convirtió en entrega para vencer los efectos del pecado y de la misma muerte. Pero, resucitó y, desde entonces nos asoció a Él. Nos llamó a la santidad y así a participar de su eternidad. Con ello, estamos llamados a la resurrección. Esta supone el encuentro definitivo con Dios.
A lo largo de su ministerio terreno, Jesús fue anunciando que cumpliría la voluntad del Padre: que todos los seres humanos se podrían salvar y así gozar de una plenitud de eternidad. El mismo Jesús se sometió a la muerte, que como dijimos, fue vencida con su Resurrección. A la vez, por medio de sus milagros entre los suyos, fue anunciando el triunfo definitivo del amor. Es decir, cada milagro se convertía en un anuncio decidido de la Resurrección. Con las diversas acciones milagrosas realizadas por el Maestro de Nazaret, se iba mostrando el poder salvífico de su Persona. Poder que adquirió mayor esplendor con su Resurrección.
Dentro de esos milagros, algunos mostraron ese poder ante la muerte: la resurrección del hijo de la viuda de Naím, de Lázaro y de la Niña hija de Jairo… Esto maravilló a muchos de sus seguidores y al resto del pueblo. Los milagros que devolvían la vida de alguien que había muerto hablaban de lo que era quien los hacía. El colmo de esos milagros de resurrección lo encontramos en la mañana del día de la Pascua, cuando Jesús venció a la muerte y se apareció Resucitado a los suyos.
Todo ello conlleva y exige la fe. No se trata de una posible teoría de carácter antropológico o de la filosofía de la religión. Ni reencarnamos ni desaparecemos para siempre. Estamos llamados a vivir para siempre en la eternidad. Esto conlleva el compromiso personal de “caminar en la novedad de vida”. La fe nos impulsa a unirnos en comunión con Dios y, desde esta experiencia, a asumir la resurrección como algo que forma parte de la salvación a la que hemos sido convocados por el Señor.
Aunque no resulta fácil desmontar teorías como la de la re-encarnación, sin embargo sí es importante e irrenunciable el anuncio de la vida eterna a la cual somos llamados desde el vientre materno. El Apóstol Pablo nos indica cómo hacerlo: “sobresaliendo en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño… y en la generosidad”.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal