oy tu madre, me llamo María y quiero enseñarte lo más importante

En vísperas de Navidad y en este tiempo de Adviento, que con intensidad estamos viviendo y nos regala esperanza, os invito a contemplar una vez más a la Santísima Virgen María, protagonista singular de los acontecimientos de estos días. ¡Qué necesidad tiene esta humanidad de hacer hueco a Jesús! El tiempo nos urge y no tenemos derecho a quedarnos ensimismados en nosotros mismos, es decir, no podemos estar simplemente pensando: ¡cuánto me quiero! Tenemos que salir a contar que hace más de 2000 años una mujer excepcional, única e irrepetible dijo a Dios con todas las consecuencias sí. Un sí total. No guardó nada para Ella misma. Cuando tanta gente está esperando, ¿nos vamos a quedar nosotros sin hablar de esta mujer de la que Dios se vale para tomar rostro humano y hacerse cercano a todos los hombres? ¿No vamos a agradecer a esta mujer la esperanza que entregó a todos los hombres de todos los tiempos?

El domingo pasado celebré la Misa en el CIE de Madrid; ¡qué bien escuchaban quienes asistían y qué bien sonaban en sus vidas y en sus oídos las palabras de Isaías cuando nos decía: «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desgarrados»! Con su sí, María nuestra Madre es quien hizo posible que esa buena noticia, que es Jesucristo mismo, siga entrando en el corazón y en la vida de todos los hombres. Y cambie nuestra vida. Y cambie la dirección que toma cuando nos despreocupamos de los demás, que son imagen verdadera de Dios.

Las gentes de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, necesitan saber lo que vivió e hizo esta mujer. Tenemos que comunicárselo a niños, jóvenes, adultos, familias, ancianos… Y tenemos que darles la verdadera esperanza, la que tuvo la Virgen. No hagamos de los lugares donde vivimos estanques, pues sabéis muy bien que el agua estancada se corrompe. La esperanza que trae Dios y que María recibe para dárnosla a los hombres, es el agua del manantial que sigue fluyendo y creando esperanza. Atrevámonos a contagiar la esperanza como lo hizo María.

La Santísima Virgen María se pone al servicio, regala y hace carne la ternura de Dios. Lo hace escuchando a Dios, tomando una decisión inteligente y viviendo las consecuencias de la decisión tomada. Nunca identifiquemos escuchar con oír. María escucha. ¿De dónde le sale el gesto de ir a casa de Isabel? Sencillamente de escuchar al ángel que le dice: «También tu pariente Isabel ha concebido a un hijo en su vejez». María escucha a Dios que habla, y también los hechos, que también nos hablan. Escuchar supone poner atención, acoger en lo profundo del corazón y estar disponibles para vivir siguiendo a Dios. También con la escucha es necesaria la decisión. María decide, no vive deprisa. Nos dice el Evangelio que «meditaba todas las cosas en su corazón», e incluso pregunta: «¿Cómo será eso?». Pero nunca se detiene. Siempre da pasos adelante: «Aquí está la esclava del Señor». Por otra parte, María es consecuente con las decisiones tomadas. Cuando todo lo tiene claro, no posterga las decisiones, se pone en camino, «fue deprisa». Tengamos valentía para regalar y aproximar la ternura de Dios.

Para dar esperanza a nuestro pueblo, os invito a cultivar tres realidades que están en nuestra existencia y que, en María, resplandecen de una manera singular:

1. Como María, vive y cultiva la interioridad que es el camino de la Verdad: la interioridad es el camino para vivir y encontrarnos con la Verdad. Nos recuerda san Agustín que es en el hombre interior donde habita la verdad. Para realizarnos como personas, necesitamos conocer la verdad y vivir en y de la verdad. Esto supone hacer un recorrido de madurez personal que es capaz de superar toda superficialidad y de no quedarnos en cosas y situaciones que son insustanciales. Como nuestra Madre la Santísima Virgen María, entremos en nosotros mismos y reflexionemos sobre las cosas que son fundamentales en la vida. Para ello, como Ella, entremos en el interior, en el silencio, donde no se dé el barullo, el enfrentamiento o la querella. Es la única manera de atender a la Verdad. María entendió que la Verdad era Dios. Y que la Verdad quería tomar rostro humano. Entendió que la Verdad más honda y más completa del hombre y de Dios se nos revela en Jesucristo. Los hombres, más que nunca, necesitamos cultivar el camino de la interioridad. Ahí es donde se da el encuentro con Dios. ¡Qué bueno es prepararnos para poder comunicar el tesoro más grande y precioso de la persona humana, como es Jesucristo!

2. Como María, entrega la experiencia de la verdadera libertad: el canto del magníficat es el mejor exponente de vivir liberado de todo lo malo –vicios, defectos, malas acciones…–. Es donde nos muestra nuestra Madre la capacidad de ser persona según opciones, actitudes y actos con y en los que se ama a Dios y a los hermanos. Cuando no estamos atados a nada, solamente a Dios, manifestamos la auténtica madurez personal, y entonces nace la felicidad. El ser humano está dotado de una capacidad natural de elección para vivir la libertad verdadera, es decir, vivir según el bien que es Dios mismo. Y esto no se da en el hombre cautivo del pecado, pero sí en María libre de todo pecado. Es la Inmaculada Concepción. Es la libertad que construye al hombre desde dentro. Contempla la libertad de María.

3. Como María, haz ver que el amor es lo sustantivo de la vida cristiana: el mejor elogio del amor es que «Dios es amor». ¡Qué hondura tiene para transformar todo lo que existe y saber que amar es querer el bien para sí o para el otro! Cuando el amor es el que nos revela Dios mismo, descubrimos con intensidad cómo el amor es bueno y hace posible que los pensamientos, deseos, acciones y conductas que de él se derivan sean los que Dios quiere de nosotros. Cuando vivimos del amor de Dios impregnamos nuestras relaciones y nuestras acciones del amor verdadero que siempre busca y quiere dar el bien para el otro. Cuando el amor se ordena a la caridad, que es la más grande de las virtudes, aparece la belleza más grande del ser humano, pues con ese amor regalamos y ponemos a disposición de los demás el mayor bien posible, sobre todo el sumo bien que es Dios. «Dios es amor».

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos Card. Osoro, arzobispo de Madrid
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