¡Ni piedras de molino, ni piedras de lapidar!

Será bueno recordar que también los asesinos pueden fácilmente ocupar primer plano en la manifestación que pide justicia para sus víctimas. Todos sabemos lo fácil que es salir a la calle y condenar sin juicio al monstruo que nos libera de la obligación de pensar en nuestras responsabilidades.

Todos sabemos lo fácil que es enardecer masas anónimas e instigarlas a un linchamiento, que era ayer en la horca, y es hoy por ‘lapidación’, física entre los menos civilizados, moral entre las gentes cultivadas.

Todos sabemos lo fácil que es “matar un ruiseñor”. ¡Todos sabemos lo fácil que eso es!

Nada tengo que decir para ahorrarle a la Iglesia una sola de las bofetadas que cada día recibe: ¡No hay bofetada que su bien no traiga!

Pero no puedo aceptar que se canonice la lapidación con palabras del evangelio.

Por quien lo crucificaba, Jesús oró diciendo: “Padre, perdónalos, que no saben lo que se hacen”.

De quien lo había ya traicionado y lo iba a entregar, Jesús dijo: “El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!, más le valdría no haber nacido”.

Y a propósito de quienes escandalizan, el Señor dijo: “Al que escandalice a uno de esos pequeños que creen en mí, más le convendría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo sepultaran en el fondo del mar”.

Por si alguien no lo hubiese entendido todavía –y son muchos los que parecen no entenderlo así-: el mal que supone entregar a Jesús, o escandalizar a los pequeños que creen en él, es tan grande que, a quienes lo perpetren, mejor les habría sido no haber nacido para cometerlo, y nacidos ya, más les hubiese valido ser ahogados antes de cometerlo. Ese lamento de Jesús sugiere la demasía del mal que causan los culpables de escándalo, y deja intuir la medida del castigo que les espera. Ese mal pesa mucho más que una piedra de molino; pesa más incluso que el bien de la vida misma.

Finalmente, por si alguien lo hubiese olvidado, a los que se creen con derecho a lapidar u obligados a hacerlo, he de recordarles que Jesús los autorizó, diciendo: “El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Dice el evangelista que, al oír aquello, los amigos de las piedras “fueron saliendo uno a uno, empezando por los más viejos”.

¡Ni piedras de molino, ni piedras de lapidar! La condena más grande del mal resuena cuando lanzamos al cielo la piedra de perdonar: “Padre, perdónalos, que no saben lo que se hacen”.


+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo de Tánger
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