Francisco, el entrenador de los “atletas de Cristo”

Le encanta el fútbol, lo mamó de pequeño. Sabe de fútbol y disfruta comparando la vida del cristiano con la del futbolista que, para llegar al triunfo, tiene que entrenar, y duro. El símil del deporte rey “en Brasil” y en el mundo, le sirvió a Francisco para ilusionar a sus jóvenes y marcarles el camino que les convierta en “atletas de Cristo” y “futboleros de Dios”.

Lo tiene tan claro Francisco que así de directo se lo dijo a sus “Papa-boys”: “Jesús nos pide que juguemos en su equipo” y “nos ofrece un premio mejor que la Copa del Mundo”. Pero, pide algo a cambio. Nada es gratis. Y lo que Cristo pide a cambio es entrenar en la virtud. Con tres medios: oración, sacramentos y servicio a los demás.

Haciendo eso, “sudando la camiseta”, el joven católico puede llegar a la meta de “ser feliz” y de promover un “mundo más justo”. Eso sí, siempre que, además de entrenar, “patee para adelante”. Porque el Papa quiere que sus jóvenes no se queden a la zaga de la lucha por un mundo mejor.

Y, por eso, quiere atletas-indignados o atletas de Cristo protagonistas del cambio. De lo contrario, serán “creyentes almidonados, de fachada, a tiempo parcial”. Sólo así, a la ofensiva, podrán acompañar y ser tan protagonistas o más que los jóvenes que, en Brasil y en el mundo, salen a las calles, para pedir y luchar por una vida más digna.

En esa lucha quiere el Papa a sus jóvenes. Siempre pacíficamente, para buscar, desde los valores del Evangelio, “respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas”.

Para conseguirlo, hay que mirar adelante, según el papa, no hacia atrás. Y hay que mojarse. “No balconeen la vida, métanse en ella, como hizo Jesús”. Francisco quiere una Iglesia al ataque. Quiere jugar como el Barça.

La Iglesia lleva años a la defensiva, enrocada en sí misma, sintiéndose atacada, repeliendo como podía los ataques o lo que consideraba ataques. Perdía credibilidad e influencia social y su imagen padecía y se situaba entre las instituciones globales que menos confianza generaba en la gente.

Hasta ahora, la Iglesia se parapetaba detrás de sus milicias más aguerridas (los nuevos movimientos) y, protegida por ellos, se sentía segura. Pero estaba en un gueto, encerrada, autorreferencial. Sin imaginación ni ganas de salir afuera y, menos, a las periferias existenciales, donde se juega la vida de la gente y el futuro del mundo. Enclaustrada, perdía seguidores a raudales. Hinchas que se iban a otros equipos (a los evangélicos) o a la simple indiferencia.

Y, por si eso fuera poco, en el equipo de Dios los capitanes estaban divididos y luchaban a muerte entre sí, con todo tipo de artimañas y descalificaciones: papeles secretos, cuervos, vatileaks, mayordomos infieles...Tan mal estaba el vestuario que el entrenador, Benedicto XVI, tuvo que tirar la toalla y, al renunciar, puso a los capitanes en si sitio y propició la llegada de un sucesor en el banquillo que continuase y concluyese su labor.

Y llegó Francisco y, en cuatro meses, hizo salir a la Iglesia de su encierro y jugar al ataque. Y, al hacerlo, y hacerlo bien, se ha ganado la simpatía y el fervor de los aficionados religiosos de todo el mundo. Hasta de los de los de otras confesiones religiosas. Y los católicos ya no se avergüenzan de su equipo, ya no tienen que mirar hacia otro lado ni esconderse. Han recobrado la ilusión y miran al futuro con confianza.

Y hasta pueden presumir de tener un entrenador que, en poco tiempo, ha sido capaz de darle la vuelta al equipo como a un calcetín. Francisco ha logrado en la Iglesia la revolución tranquila que las demás instituciones globales (poder financiero, económico o político) no son capaces de poner en marcha ni, por lo tanto, de regenerarse. Contra la Iglesia ya no hay indignados Porque el primer indignado es su capitán, su Papa Francisco.

José Manuel Vidal
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