Como el amor a Dios de Jesús y María, ninguno.
Cierto que el amor de una madre es único para sus hijos; cierto que el amor de la familia es superior a los individuales; y cierto que el amor de los cristianos coherentes, sea el de un Vicente Ferrer o un padre Ángel, es el motor de innumerables obras a favor de los necesitados. Pero con mayor certeza todavía aseguramos los cristianos que ningún amor a Dios es comparable con el que le profesaron Jesús y María. Quien lea sus vidas comprobará que el amor de entrega total a Dios, la unión profunda con Él y la experiencia religiosa más o menos permanente, son los rasgos fundamentales que integran la vida de Jesús y María, místicos insuperables.
Su trato con Dios inspira a los seguidores de Jesús: confianza contra los miedos y traumas religiosos; ilusión frente a la indiferencia y la cobardía; entusiasmo y no frialdad o apatía; coherencia y fidelidad y no buenos deseos; radicalidad sin mediocridad ni conformismos; fortaleza contra la debilidad y la indecisión; comunicación ardiente sin rutina ni intereses. Y siempre, docilidad al Espíritu y a la Palabra de Dios sin subjetivismos ni caprichos espirituales.
El amor a Dios, absoluto y de entrega total.
Jesús y María amaron a Dios con un amor-don sin límites. Más que nadie experimentaron y testimoniaron el precepto bíblico del “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mt 22, 37; Mc 12,28; Lc 10, 27).
María, la madre de Jesús, como buena israelita no se limitaba a recitar el Semá (Dt 6,4-6) sino que grabó en su corazón el precepto mayor que su hijo ratificó y testimonió (Mc 12, 28-30). De su amor para con Dios, mucho nos dice el Magnificat, y de modo especial el comienzo: «engrandece mi alma al Señor (Lc 1, 46)
La unión con Dios, profunda y permanente
Jesús, el Emmanuel, el Verbo encarnado, pudo afirmar: «no estoy solo, estamos yo y el Padre» (Jn 8,16-18); «quien me ve a mí está viendo al Padre: yo estoy con el Padre y el Padre conmigo»(Jn 14,8-10).”Si alguno me ama cumplirá mis mandamientos, el Padre le amará y los dos vendremos y viviremos con él” (Jn 14,23-24). «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,20-30).
También la primera discípula de Jesús, su madre, vivió desde la Encarnación y de modo permanente, la unión con Dios, pues el Verbo se hizo carne en el seno virginal de María que halló “gracia delante de Dios” (Lc 1,30). María, la “llena de gracia (porque) el Señor está contigo» (Lc 1,28).
La experiencia religiosa con Dios, Tú personal
A Jesús, desde el principio de su vida pública, le sostenía el respaldo cariñoso que Dios Padre le otorgó: «he aquí mi hijo predilecto, a quien yo quiero» (Lc 3,22; Mt 3,17; 17,1.5; Mc 9,7). "Amaos como yo os he amado". ¿Cómo? "Como el Padre me amó, os amé también yo" (Jn 15,9).
De modo especial, y en el Magnificat, la Virgen madre proclamó que el todopoderoso hizo por ella cosas grandes entre las cuales sobresale la confianza y el amor de la Santísima Trinidad (Lc 1,49).
En Jesús y María, los cristianos encuentran plena confianza
Jesús presentó a Dios como Padre misericordioso antes que como juez. De la Buena Nueva brota un mensaje de paz y confianza. Todos quedan motivados por la confianza de Jesús con su Padre Dios: le llama tiernamente «Abbá» (papá) con diversas expresiones: «Padre mío...» (Mt 26,39); «Padre santo...» (Jn 17,11); «Padre justo.»(Jn 17,25). Y manifiesta una confianza ilimitada en Él porque sabe que lo que pide al Padre lo conseguirá: «yo ya sabía que siempre me oyes, mas lo dije por la muchedumbre que me rodea, a fin de que crean que tú me enviaste» (Jn 11,42; cf.Mt 26,53).
Y ¿qué enseñaría la Madre a su hijo sobre cómo tratar a Dios? Es de imaginar que parte de la doctrina de Jesús la aprendió de su madre. María con el “sí” a la propuesta del ángel manifestó su total confianza y abandono en las manos del Padre según su palabra: “que me suceda según dices” (Lc 1,38).
Ilusión frente a la indiferencia y la cobardía
En Jesús destaca la misión de predicar y testimoniar el reino de Dios, interpretado como la presencia amorosa de Dios en los hombres, en sus tareas y relaciones, tanto familiares como sociales. Es decir, en toda la vida, privada y publica. El Reino pide ilusión y entusiasmo. Y no, indiferencia, ni cobardía. Tengamos presente que el Reino de Dios ocupaba el núcleo de la doctrina y de las relaciones de Jesús con el Padre.
Ilusión en la madre que, activa, asistió a una boda junto a su hijo, y, discretamente, acompañó a otros familiares que buscaban a Jesús. La madre no se mostró tímida en la búsqueda del niño perdido en el templo ni cuando le acompañó al pié de la cruz en las últimas horas de su vida. Desde su perspectiva materna, a María le ilusionó la misión de ser madre del Mesías, del Hijo de Dios a quien educó y con quien colaboró (Lc 1, 26-38).
Entusiasmo y no frialdad o apatía
Toda la vida pública de Jesús muestra a un enamorado de Dios, sensible a sus derechos violados. De modo especial manifestó su celo por el honor de Dios cuando expulsó a los mercaderes (Jn 2,16-17). También a José y María les manifestó con claridad que “debía estar en las cosas de su Padre” (Lc 2,49).
Con entusiasmo paciente, María visitó a su prima Isabel, emprendió el viaje a Belén, acompañó a José en la huída a Egipto, buscó a su hijo a quien corrigió con suavidad e intercedió por unos novios en Caná. Y muerto el Maestro, imaginamos a María, la madre alentando la esperanza de los apóstoles desanimados.
Coherencia y fidelidad y no buenos deseos
En Jesús brilló en grado máximo su amor fiel, su obediencia total y permanente a la voluntad del Padre. Él hace siempre lo que agrada al Padre (Jn 8,29); permanece en el amor del Padre porque ha cumplido su voluntad (Jn 15,10). Y a los discípulos advierte:”no todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7.21).
Tal consigna estuvo presente en María. ¿Quién más fiel con la misión recibida que María, la Virgen, la que dijo y vivió el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra?” (Lc 1,38). A María se le pueden añadir dos títulos más, el de hermana de Jesús y el de cumplidora de la voluntad divina: «¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre » (Mt 12, 48-50).
Radicalidad sin mediocridad ni conformismos
El Maestro exigió una respuesta de radicalidad: “no se puede servir a dos señores (Mt 6,24); “si tu ojo te escandaliza, sácatelo (Mt 5,29-30); «habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mt 5.43-45).
Encontramos la radicalidad predicada por Jesús en el SÍ de María. La frase de mayor entrega pertenece a la madre de Jesús cuando responde a la propuesta de la Encarnación: «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y corría un grave riesgo: que le abandonara su esposo y fuera lapidada. Pero María dio el todo por el Todo. Además, por su plenitud de gracia (Lc 1,24), recibió la plenitud del Espíritu de Dios como fuerza creadora.
Fortaleza contra la debilidad y la indecisión
Así rechazó el Testigo fuerte y coherente al tentador: “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios; no tentarás al Señor, tu Dios; al Señor tu Dios, adorarás y a él solo darás culto” (Mt 4, 1-11). Pero donde más resplandeció su decisión, fortaleza y paciencia, fue durante toda la pasión y muerte.
En segundo lugar encontramos a María. Resplandeció su fortaleza durante la pasión: “junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás y María Magdalena” (Jn 19,25). La madre ya estaba preparada para el dolor pues el anciano Simeón le profetizó: “¡y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,35).
Comunicación ardiente, sin rutina ni intereses
El Hijo se comunicaba con su Padre durante la noche, de madrugada o al anochecer (Mt 14,23; Lc 6,12; Mc 1,35-36). La comunicación más impresionante la encontramos en los momentos de angustia en Getsemaní: "Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Y a la hora de morir exclamó: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
¿Y qué decir de la oración de María? Desde niña, se alimentaba con la oración religiosa de todo israelita (Dt 6, 4-6) y que grabaría en su corazón. Ahora bien, desde la Encarnación cambió profundamente la comunicación de la sierva del Señor. El Magnificat nos pone en la pista de quien repetiría especialmente los primeros versículos. María, después de la Ascensión del Señor, perseveraba en la oración con un mismo espíritu en compañía de los apóstoles y de algunas mujeres (Hch 1, 14).
Docilidad al Espíritu sin subjetivismos ni caprichos espirituales
Los dos, Jesús y María, dóciles al Espíritu, eran guiados por la Palabra de Dios. De manera especial los salmos les ayudarían para expresar su amor a Dios, el gozo, la alabanza, gratitud, obediencia, confianza y sed del Señor Dios. Los dos, Jesús y María, sedientos de Dios, bebían en la lectura y meditación de los salmos.
Su trato con Dios inspira a los seguidores de Jesús: confianza contra los miedos y traumas religiosos; ilusión frente a la indiferencia y la cobardía; entusiasmo y no frialdad o apatía; coherencia y fidelidad y no buenos deseos; radicalidad sin mediocridad ni conformismos; fortaleza contra la debilidad y la indecisión; comunicación ardiente sin rutina ni intereses. Y siempre, docilidad al Espíritu y a la Palabra de Dios sin subjetivismos ni caprichos espirituales.
El amor a Dios, absoluto y de entrega total.
Jesús y María amaron a Dios con un amor-don sin límites. Más que nadie experimentaron y testimoniaron el precepto bíblico del “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mt 22, 37; Mc 12,28; Lc 10, 27).
María, la madre de Jesús, como buena israelita no se limitaba a recitar el Semá (Dt 6,4-6) sino que grabó en su corazón el precepto mayor que su hijo ratificó y testimonió (Mc 12, 28-30). De su amor para con Dios, mucho nos dice el Magnificat, y de modo especial el comienzo: «engrandece mi alma al Señor (Lc 1, 46)
La unión con Dios, profunda y permanente
Jesús, el Emmanuel, el Verbo encarnado, pudo afirmar: «no estoy solo, estamos yo y el Padre» (Jn 8,16-18); «quien me ve a mí está viendo al Padre: yo estoy con el Padre y el Padre conmigo»(Jn 14,8-10).”Si alguno me ama cumplirá mis mandamientos, el Padre le amará y los dos vendremos y viviremos con él” (Jn 14,23-24). «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,20-30).
También la primera discípula de Jesús, su madre, vivió desde la Encarnación y de modo permanente, la unión con Dios, pues el Verbo se hizo carne en el seno virginal de María que halló “gracia delante de Dios” (Lc 1,30). María, la “llena de gracia (porque) el Señor está contigo» (Lc 1,28).
La experiencia religiosa con Dios, Tú personal
A Jesús, desde el principio de su vida pública, le sostenía el respaldo cariñoso que Dios Padre le otorgó: «he aquí mi hijo predilecto, a quien yo quiero» (Lc 3,22; Mt 3,17; 17,1.5; Mc 9,7). "Amaos como yo os he amado". ¿Cómo? "Como el Padre me amó, os amé también yo" (Jn 15,9).
De modo especial, y en el Magnificat, la Virgen madre proclamó que el todopoderoso hizo por ella cosas grandes entre las cuales sobresale la confianza y el amor de la Santísima Trinidad (Lc 1,49).
En Jesús y María, los cristianos encuentran plena confianza
Jesús presentó a Dios como Padre misericordioso antes que como juez. De la Buena Nueva brota un mensaje de paz y confianza. Todos quedan motivados por la confianza de Jesús con su Padre Dios: le llama tiernamente «Abbá» (papá) con diversas expresiones: «Padre mío...» (Mt 26,39); «Padre santo...» (Jn 17,11); «Padre justo.»(Jn 17,25). Y manifiesta una confianza ilimitada en Él porque sabe que lo que pide al Padre lo conseguirá: «yo ya sabía que siempre me oyes, mas lo dije por la muchedumbre que me rodea, a fin de que crean que tú me enviaste» (Jn 11,42; cf.Mt 26,53).
Y ¿qué enseñaría la Madre a su hijo sobre cómo tratar a Dios? Es de imaginar que parte de la doctrina de Jesús la aprendió de su madre. María con el “sí” a la propuesta del ángel manifestó su total confianza y abandono en las manos del Padre según su palabra: “que me suceda según dices” (Lc 1,38).
Ilusión frente a la indiferencia y la cobardía
En Jesús destaca la misión de predicar y testimoniar el reino de Dios, interpretado como la presencia amorosa de Dios en los hombres, en sus tareas y relaciones, tanto familiares como sociales. Es decir, en toda la vida, privada y publica. El Reino pide ilusión y entusiasmo. Y no, indiferencia, ni cobardía. Tengamos presente que el Reino de Dios ocupaba el núcleo de la doctrina y de las relaciones de Jesús con el Padre.
Ilusión en la madre que, activa, asistió a una boda junto a su hijo, y, discretamente, acompañó a otros familiares que buscaban a Jesús. La madre no se mostró tímida en la búsqueda del niño perdido en el templo ni cuando le acompañó al pié de la cruz en las últimas horas de su vida. Desde su perspectiva materna, a María le ilusionó la misión de ser madre del Mesías, del Hijo de Dios a quien educó y con quien colaboró (Lc 1, 26-38).
Entusiasmo y no frialdad o apatía
Toda la vida pública de Jesús muestra a un enamorado de Dios, sensible a sus derechos violados. De modo especial manifestó su celo por el honor de Dios cuando expulsó a los mercaderes (Jn 2,16-17). También a José y María les manifestó con claridad que “debía estar en las cosas de su Padre” (Lc 2,49).
Con entusiasmo paciente, María visitó a su prima Isabel, emprendió el viaje a Belén, acompañó a José en la huída a Egipto, buscó a su hijo a quien corrigió con suavidad e intercedió por unos novios en Caná. Y muerto el Maestro, imaginamos a María, la madre alentando la esperanza de los apóstoles desanimados.
Coherencia y fidelidad y no buenos deseos
En Jesús brilló en grado máximo su amor fiel, su obediencia total y permanente a la voluntad del Padre. Él hace siempre lo que agrada al Padre (Jn 8,29); permanece en el amor del Padre porque ha cumplido su voluntad (Jn 15,10). Y a los discípulos advierte:”no todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7.21).
Tal consigna estuvo presente en María. ¿Quién más fiel con la misión recibida que María, la Virgen, la que dijo y vivió el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra?” (Lc 1,38). A María se le pueden añadir dos títulos más, el de hermana de Jesús y el de cumplidora de la voluntad divina: «¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre » (Mt 12, 48-50).
Radicalidad sin mediocridad ni conformismos
El Maestro exigió una respuesta de radicalidad: “no se puede servir a dos señores (Mt 6,24); “si tu ojo te escandaliza, sácatelo (Mt 5,29-30); «habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mt 5.43-45).
Encontramos la radicalidad predicada por Jesús en el SÍ de María. La frase de mayor entrega pertenece a la madre de Jesús cuando responde a la propuesta de la Encarnación: «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y corría un grave riesgo: que le abandonara su esposo y fuera lapidada. Pero María dio el todo por el Todo. Además, por su plenitud de gracia (Lc 1,24), recibió la plenitud del Espíritu de Dios como fuerza creadora.
Fortaleza contra la debilidad y la indecisión
Así rechazó el Testigo fuerte y coherente al tentador: “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios; no tentarás al Señor, tu Dios; al Señor tu Dios, adorarás y a él solo darás culto” (Mt 4, 1-11). Pero donde más resplandeció su decisión, fortaleza y paciencia, fue durante toda la pasión y muerte.
En segundo lugar encontramos a María. Resplandeció su fortaleza durante la pasión: “junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás y María Magdalena” (Jn 19,25). La madre ya estaba preparada para el dolor pues el anciano Simeón le profetizó: “¡y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,35).
Comunicación ardiente, sin rutina ni intereses
El Hijo se comunicaba con su Padre durante la noche, de madrugada o al anochecer (Mt 14,23; Lc 6,12; Mc 1,35-36). La comunicación más impresionante la encontramos en los momentos de angustia en Getsemaní: "Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Y a la hora de morir exclamó: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
¿Y qué decir de la oración de María? Desde niña, se alimentaba con la oración religiosa de todo israelita (Dt 6, 4-6) y que grabaría en su corazón. Ahora bien, desde la Encarnación cambió profundamente la comunicación de la sierva del Señor. El Magnificat nos pone en la pista de quien repetiría especialmente los primeros versículos. María, después de la Ascensión del Señor, perseveraba en la oración con un mismo espíritu en compañía de los apóstoles y de algunas mujeres (Hch 1, 14).
Docilidad al Espíritu sin subjetivismos ni caprichos espirituales
Los dos, Jesús y María, dóciles al Espíritu, eran guiados por la Palabra de Dios. De manera especial los salmos les ayudarían para expresar su amor a Dios, el gozo, la alabanza, gratitud, obediencia, confianza y sed del Señor Dios. Los dos, Jesús y María, sedientos de Dios, bebían en la lectura y meditación de los salmos.