Y después de esta vida, ¿qué?
Nadie lo esperaba y todos quedaron sorprendidos cuando el más pequeño de la familia –seis años- habló sollozando y con palabras entrecortadas: “murió mi mejor amigo. Sufrió mucho por la leucemia. Quise verlo muerto y no me dejaron. ¿Dónde está mi amigo? ¿Dónde está mi amigo?”. El abuelo abrazó al nieto menor y procuró consolarle: “tu amigo ahora no sufre; tu amigo está en el cielo con el Señor. Reza para que algún día podáis abrazaros. Mira, nosotros los mayores, ahora vamos a responder a la pregunta: “y después de esta vida, ¿qué”. Después te daré una aplicación a la situación actual de tu amigo.
Y como se trata de un tema profundo, -el del cielo- y para hablar con más seguridad, he pedido al señor cura párroco un estudio detallado. Leo su amplia y documentada respuesta.
¿A quién interesa hoy el tema del cielo?
Junto al tema del mundo, el hombre, la fe, Jesucristo, Dios y la Iglesia, está como gran valor para el creyente el cielo, no el de las estrellas, la salvación, no la material sino la posterior a la muerte, y la vida eterna, no solamente la dimensión temporal hasta la muerte sino la eterna.
Y surge esta pregunta en el mundo secularista y posmoderno que rechaza o prescinde de unos valores que son fundamentales en el cristianismo. También la pregunta afecta a muchos cristianos que dudan o aceptan parcialmente el significado del cielo o salvación o vida eterna. Muchos cristianos practicantes tampoco acaban de entender que después de la muerte comienza una vida sin fin, que existe el riesgo de la salvación y la posibilidad de de tratar a Dios ”cara a cara”, como bienaventurados en el cielo. He ahí el por qué del tema que expongo.
Son muchas las respuestas y las actitudes ante el interrogante propuesto. Algunos tienen sus razones para no creer en el cielo y otros, que en un pasado sí estuvieron interesados por el tema pero en el presente viven indiferentes. No faltará la presencia de quienes viven la fe profesada en el Credo de la Misa: “creo en la vida eterna”. Para éstos, el cielo es un valor de primera clase unido al conjunto de sus creencias cristianas. A manera de complemento están algunas de las interpretaciones que se han dado sobre la vida en el cielo, unas exaltadas y otras de teología ficción.
¿Merece la pena hablar hoy día del cielo, del más allá de la muerte? Sí y por varias razones: la vida eterna (cielo o salvación) es un valor excepcional porque abre nuevos horizontes al ser humano después de la muerte, le motiva para conseguir la felicidad anhelada con la definitiva relación con Dios en su gloria y le enseña a vivir mejor como ciudadano en la tierra, miembro del Reino de Dios. Además esta verdad de fe está fundamentada en la doctrina de Cristo y de modo especial en la redención y resurrección del Salvador. Bien interpretada, la meta del cielo no es una alienación sino un estímulo fuerte para vivir la vocación como persona y como cristiano.
Muchos niegan que exista alguna meta después de la muerte
Fuera de la fe cristiana y dentro de la misma Iglesia católica, son muchos los que rechazan la vida eterna por varias razones.
La falta de fe. Si rechazan la existencia de Dios, si se confiesan agnósticos o si solamente admiten lo que puede demostrarse por la razón, es lógico que rechacen todo cuanto se refiera a los misterios de la otra vida. Para justificar su actitud, los que rechazan el cielo, afirman que se trata de un tema que nada tiene que ver con esta tierra y con las esperanzas humanas. Más aún, el cielo es una “gozosa” fuga del más acá.
La indiferencia. Son cristianos sin esperanza aunque se aprovechen de la oración de petición y de algunos elementos de un cristianismo mutilado.
El apego a los bienes de la tierra. Y responden: “como en la casa de uno en ninguna parte”; “que Dios no tenga prisa en llamarme para ir al cielo”.
La crisis actual ante cualquier esperanza. Se trata del escepticismo posmoderno ante la esperanza humana que repercute en las verdades escatológicas..
Los que unen el cielo a la muerte y exclaman ¡nadie regresó! El cielo está detrás de la muerte corporal, dolorosa, acompañada del silencio, de la desaparición de la persona y reducida al recuerdo en algunos seres queridos.
Quienes viven apegados a esta vida. Son cristianos que rezan por sus difuntos y que están interesados por la fe y la caridad. Pero de la esperanza, lo único que les interesa es la ayuda de Dios para esta vida.
Por la mala presentación de un cielo, poco atractivo y poco creíble: la “corte” celestial con ángeles cantores, niños alados, arpas, aureolas de santos en continua alabanza.
Personas que vinculan “la otra vida” con el infierno, la injusticia y el dolor. Se habló tanto del castigo del infierno que muchos no guardan un recuerdo agradable sobre el cielo.
Los que son contrarios a la interpretación individualista de la salvación. En la era de la liberación y de la globalización, extraña mucho el lema “salva tu alma” que motivara a tantas generaciones.
Han tenido una deficiente formación. Es lo que sucede en muchos practicantes de la piedad popular o de la religiosidad popular. Ellos fueron educados en el temor a Dios que socorre y castiga.
Minusvaloran el cielo por su conducta y presunción. Tergiversan la auténtica esperanza. Ellos creen haber merecido la gracia de la perseverancia o que pueden merecerla como exigencia de un contrato con Dios («yo me porto bien y Dios me tiene que dar la buena muerte»).
Y por último, el desánimo ante las dificultades. Es la reacción del cristiano incoherente, insensible a su corresponsabilidad comunitaria y eclesial. En definitiva, es el siervo perezoso que enterró los talentos recibidos (Mt 25, 14-30).
Por la esperanza creemos en la vida eterna
Urge unir a la fe y a la caridad, la esperanza que asegura al cristiano una vida inmortal con victoria sobre la muerte. Se trata de una vida eterna porque el tiempo histórico será superado; vida plena con la resurrección futura y vida escatológica en el cielo que seguirá a la vida en la fase temporal, en la tierra. Por la virtud de la esperanza, el bautizado junto a toda la comunidad cristiana camina hacia el encuentro definitivo con Dios y la venida de Cristo, apoyados en su gracia y misericordia y para consumar el plan de salvación.
La salvación o vida eterna que esperamos es uno de los misterios del Credo que, en definitiva, resume la vida de Cristo, anticipo de lo que será el cielo.
Sin el contexto salvífico, el cielo como parte aislada resulta, aun desde la fe, un tanto incomprensible. Cristo en primer lugar como Verbo encarnado, hombre y Dios, que vivió en la tierra, reveló la verdad del cielo, prometió el paraíso, murió, resucitó, se apareció a los apóstoles y subió a los cielos. Cristo es el Salvador, y la vida eterna, en definitiva, es la salvación para los que aceptan y siguen a Jesús. Él es nuestro Redentor que consiguió para nosotros la vida divina (la gracia) y abrió la puerta para la vida eterna.
Cristo, con sus enseñanzas, milagros y con la institución de la Eucaristía, adelantó “algo” de lo que será el cielo. Cuando Jesús predica la Buena nueva, cura a los enfermos, comparte la alegría de la mesa o de una boda, da de comer a los hambrientos, pacifica a los atribulados e instituye el alimento eucarístico, Jesús anticipa lo que será la vida eterna: una situación sin dolor, vivencia plena de paz y amor.
Especialmente las bienaventuranzas presentan una fase temporal aquí en la tierra, y otra escatológica, posterior a la muerte. Quien no entienda el Reino de Dios y el mensaje esperanzador de las Bienaventuranzas, difícilmente entenderá y aceptará el cielo o vida eterna.
La felicidad plena después de la muerte
El hombre aspira a la felicidad que, de ordinario, no consigue en la tierra. Si Dios ha puesto esta aspiración en el corazón humano tendrá que realizarse. El cristiano tiene la respuesta en los textos del Nuevo Testamento que presentan la vida después de la muerte como una nueva vida caracterizada por la luz, la paz; como un convite o un banquete de bodas con vino y alegría; una sorpresa inimaginable para los que aman a Dios; un paraíso con Jesús; la morada de Dios entre los hombres. Para Jesús las actitudes de pobreza, de mansedumbre, de sed de justicia, de misericordia, de limpieza de corazón, de paz, y las situaciones de dolor, persecución e injuria, tienen una contrapartida de felicidad o bienaventuranza. ¿Por qué razón? Por la existencia del Reino de los cielos. Allí el bienaventurado conseguirá el consuelo, la paz, la misericordia divina, la visión de Dios, y la posesión del cielo como tierra prometida.
La meta suprema: el encuentro definitivo con Dios en el cielo
¿Cuál será la causa última de felicidad en el cielo? Será la posesión de Dios, la participación en su amor (Mt 5,9). Dios es Amor y el hombre participará de ese amor. Donde está Dios, está la alegría y la dicha simbolizada en el banquete celestial. ¡Todos gozarán con la alegría de su salvación!
La felicidad como plenitud será una realidad en el "universo nuevo" del cielo, en la Jerusalén celestial, donde Dios tendrá su morada entre los hombres: "y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4).
Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello que dijera San Agustín y que ha recogido el Vaticano II: "nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (GS 21). Y es que Dios es el sumo y perfecto bien y verdad que satisface a la persona en sus facultades de voluntad e inteligencia; "la figura de este mundo afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano..."(GS 39; cf. 18 y 39).
Con este artículo termina la sección ATARDECER a los 65-75 años. DENTRO DE UNOS MESES COMENZARÉ LA SECCIÓN TITULADA “IMPRESIONES DESDE EL ANOCHECER Y EL AMANECER”. Dios mediante. Urbano Sánchez
Y como se trata de un tema profundo, -el del cielo- y para hablar con más seguridad, he pedido al señor cura párroco un estudio detallado. Leo su amplia y documentada respuesta.
¿A quién interesa hoy el tema del cielo?
Junto al tema del mundo, el hombre, la fe, Jesucristo, Dios y la Iglesia, está como gran valor para el creyente el cielo, no el de las estrellas, la salvación, no la material sino la posterior a la muerte, y la vida eterna, no solamente la dimensión temporal hasta la muerte sino la eterna.
Y surge esta pregunta en el mundo secularista y posmoderno que rechaza o prescinde de unos valores que son fundamentales en el cristianismo. También la pregunta afecta a muchos cristianos que dudan o aceptan parcialmente el significado del cielo o salvación o vida eterna. Muchos cristianos practicantes tampoco acaban de entender que después de la muerte comienza una vida sin fin, que existe el riesgo de la salvación y la posibilidad de de tratar a Dios ”cara a cara”, como bienaventurados en el cielo. He ahí el por qué del tema que expongo.
Son muchas las respuestas y las actitudes ante el interrogante propuesto. Algunos tienen sus razones para no creer en el cielo y otros, que en un pasado sí estuvieron interesados por el tema pero en el presente viven indiferentes. No faltará la presencia de quienes viven la fe profesada en el Credo de la Misa: “creo en la vida eterna”. Para éstos, el cielo es un valor de primera clase unido al conjunto de sus creencias cristianas. A manera de complemento están algunas de las interpretaciones que se han dado sobre la vida en el cielo, unas exaltadas y otras de teología ficción.
¿Merece la pena hablar hoy día del cielo, del más allá de la muerte? Sí y por varias razones: la vida eterna (cielo o salvación) es un valor excepcional porque abre nuevos horizontes al ser humano después de la muerte, le motiva para conseguir la felicidad anhelada con la definitiva relación con Dios en su gloria y le enseña a vivir mejor como ciudadano en la tierra, miembro del Reino de Dios. Además esta verdad de fe está fundamentada en la doctrina de Cristo y de modo especial en la redención y resurrección del Salvador. Bien interpretada, la meta del cielo no es una alienación sino un estímulo fuerte para vivir la vocación como persona y como cristiano.
Muchos niegan que exista alguna meta después de la muerte
Fuera de la fe cristiana y dentro de la misma Iglesia católica, son muchos los que rechazan la vida eterna por varias razones.
La falta de fe. Si rechazan la existencia de Dios, si se confiesan agnósticos o si solamente admiten lo que puede demostrarse por la razón, es lógico que rechacen todo cuanto se refiera a los misterios de la otra vida. Para justificar su actitud, los que rechazan el cielo, afirman que se trata de un tema que nada tiene que ver con esta tierra y con las esperanzas humanas. Más aún, el cielo es una “gozosa” fuga del más acá.
La indiferencia. Son cristianos sin esperanza aunque se aprovechen de la oración de petición y de algunos elementos de un cristianismo mutilado.
El apego a los bienes de la tierra. Y responden: “como en la casa de uno en ninguna parte”; “que Dios no tenga prisa en llamarme para ir al cielo”.
La crisis actual ante cualquier esperanza. Se trata del escepticismo posmoderno ante la esperanza humana que repercute en las verdades escatológicas..
Los que unen el cielo a la muerte y exclaman ¡nadie regresó! El cielo está detrás de la muerte corporal, dolorosa, acompañada del silencio, de la desaparición de la persona y reducida al recuerdo en algunos seres queridos.
Quienes viven apegados a esta vida. Son cristianos que rezan por sus difuntos y que están interesados por la fe y la caridad. Pero de la esperanza, lo único que les interesa es la ayuda de Dios para esta vida.
Por la mala presentación de un cielo, poco atractivo y poco creíble: la “corte” celestial con ángeles cantores, niños alados, arpas, aureolas de santos en continua alabanza.
Personas que vinculan “la otra vida” con el infierno, la injusticia y el dolor. Se habló tanto del castigo del infierno que muchos no guardan un recuerdo agradable sobre el cielo.
Los que son contrarios a la interpretación individualista de la salvación. En la era de la liberación y de la globalización, extraña mucho el lema “salva tu alma” que motivara a tantas generaciones.
Han tenido una deficiente formación. Es lo que sucede en muchos practicantes de la piedad popular o de la religiosidad popular. Ellos fueron educados en el temor a Dios que socorre y castiga.
Minusvaloran el cielo por su conducta y presunción. Tergiversan la auténtica esperanza. Ellos creen haber merecido la gracia de la perseverancia o que pueden merecerla como exigencia de un contrato con Dios («yo me porto bien y Dios me tiene que dar la buena muerte»).
Y por último, el desánimo ante las dificultades. Es la reacción del cristiano incoherente, insensible a su corresponsabilidad comunitaria y eclesial. En definitiva, es el siervo perezoso que enterró los talentos recibidos (Mt 25, 14-30).
Por la esperanza creemos en la vida eterna
Urge unir a la fe y a la caridad, la esperanza que asegura al cristiano una vida inmortal con victoria sobre la muerte. Se trata de una vida eterna porque el tiempo histórico será superado; vida plena con la resurrección futura y vida escatológica en el cielo que seguirá a la vida en la fase temporal, en la tierra. Por la virtud de la esperanza, el bautizado junto a toda la comunidad cristiana camina hacia el encuentro definitivo con Dios y la venida de Cristo, apoyados en su gracia y misericordia y para consumar el plan de salvación.
La salvación o vida eterna que esperamos es uno de los misterios del Credo que, en definitiva, resume la vida de Cristo, anticipo de lo que será el cielo.
Sin el contexto salvífico, el cielo como parte aislada resulta, aun desde la fe, un tanto incomprensible. Cristo en primer lugar como Verbo encarnado, hombre y Dios, que vivió en la tierra, reveló la verdad del cielo, prometió el paraíso, murió, resucitó, se apareció a los apóstoles y subió a los cielos. Cristo es el Salvador, y la vida eterna, en definitiva, es la salvación para los que aceptan y siguen a Jesús. Él es nuestro Redentor que consiguió para nosotros la vida divina (la gracia) y abrió la puerta para la vida eterna.
Cristo, con sus enseñanzas, milagros y con la institución de la Eucaristía, adelantó “algo” de lo que será el cielo. Cuando Jesús predica la Buena nueva, cura a los enfermos, comparte la alegría de la mesa o de una boda, da de comer a los hambrientos, pacifica a los atribulados e instituye el alimento eucarístico, Jesús anticipa lo que será la vida eterna: una situación sin dolor, vivencia plena de paz y amor.
Especialmente las bienaventuranzas presentan una fase temporal aquí en la tierra, y otra escatológica, posterior a la muerte. Quien no entienda el Reino de Dios y el mensaje esperanzador de las Bienaventuranzas, difícilmente entenderá y aceptará el cielo o vida eterna.
La felicidad plena después de la muerte
El hombre aspira a la felicidad que, de ordinario, no consigue en la tierra. Si Dios ha puesto esta aspiración en el corazón humano tendrá que realizarse. El cristiano tiene la respuesta en los textos del Nuevo Testamento que presentan la vida después de la muerte como una nueva vida caracterizada por la luz, la paz; como un convite o un banquete de bodas con vino y alegría; una sorpresa inimaginable para los que aman a Dios; un paraíso con Jesús; la morada de Dios entre los hombres. Para Jesús las actitudes de pobreza, de mansedumbre, de sed de justicia, de misericordia, de limpieza de corazón, de paz, y las situaciones de dolor, persecución e injuria, tienen una contrapartida de felicidad o bienaventuranza. ¿Por qué razón? Por la existencia del Reino de los cielos. Allí el bienaventurado conseguirá el consuelo, la paz, la misericordia divina, la visión de Dios, y la posesión del cielo como tierra prometida.
La meta suprema: el encuentro definitivo con Dios en el cielo
¿Cuál será la causa última de felicidad en el cielo? Será la posesión de Dios, la participación en su amor (Mt 5,9). Dios es Amor y el hombre participará de ese amor. Donde está Dios, está la alegría y la dicha simbolizada en el banquete celestial. ¡Todos gozarán con la alegría de su salvación!
La felicidad como plenitud será una realidad en el "universo nuevo" del cielo, en la Jerusalén celestial, donde Dios tendrá su morada entre los hombres: "y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4).
Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello que dijera San Agustín y que ha recogido el Vaticano II: "nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (GS 21). Y es que Dios es el sumo y perfecto bien y verdad que satisface a la persona en sus facultades de voluntad e inteligencia; "la figura de este mundo afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano..."(GS 39; cf. 18 y 39).
Con este artículo termina la sección ATARDECER a los 65-75 años. DENTRO DE UNOS MESES COMENZARÉ LA SECCIÓN TITULADA “IMPRESIONES DESDE EL ANOCHECER Y EL AMANECER”. Dios mediante. Urbano Sánchez