En Albera había un dicho antiguo: "
Domingo de Ramos: quien no estrena, no tiene manos; quien estrena, se condena". Sor Consuelo lo recordaba, igual que al hombre que se acercaba a ella, en la puerta de la iglesia de San Pablo.
Era
Damián, que llevaba 25 años fuera de Albera, recorriendo mundo. De mozuelo, Damián había asistido a la catequesis de sor Consuelo y había visto en Albera varios domingos de Ramos, con el mismo sol radiante, la misma procesión con palmas, ramas de olivo y preciosas figuritas de esparto, como lagartos y cruces hechos por los vecinos.
Ahora Damián no era el mozo arrogante, delgado y moreno que se fue para comerse el mundo. Ahora era un hombre de mediana edad, había engordado, su pelo escaso había encanecido, su porte era cabizbajo.
Tras muchas vueltas y fracasos por el mundo, decidió volver a Albera.
Sor Consuelo le reconoció en seguida y le trató con cariño.
-Bienvenido a casa -le dijo-. Disfruta otra vez de nuestra Semana Santa. Y si después quieres, te estaré esperando en la catequesis.
Damián
sonrió.