El joven Quique estaba otra vez ingresado en el hospital de Albera. Allí era voluntaria sor Consuelo, así que no tardó en enterarse y fue a verle.
-¿Me perdona? -le dijo Quique, en la cama.
-Claro que sí -dijo sor Consuelo.
Y le tomó con cariño las pálidas manos desfallecidas.
Cuando la monja salió de la habitación, el padre de Quique le dijo en el pasillo:
-Le hizo tantas malas pasadas... Comprendería que no lo hubiera perdonado.
-¿Por qué no? -dijo sor Consuelo-. Lo imperdonable es lo que hay que perdonar. Si no, ¿qué mérito tiene perdonar minucias?
La monja fue a la calle para seguir con sus menesteres.
Unos días después, el joven Quique pasó a una vida mejor.