Se acercaban las tres de la tarde del
Viernes Santo. Sor Consuelo ayudaba en la iglesia de San Pablo a los preparativos para la sublime procesión de esa noche: el Cristo Crucificado, la Virgen de la Soledad y el Santo Sepulcro. En las casas de Albera, las madres decían a sus niños que no alzaran la voz ni dieran pisotones, pues Jesús estaba a punto de morir.
En esto llegó una
noticia a la iglesia. En un cortijo de la comarca se había cometido un crimen familiar tremendo, espantoso.
Sor Consuelo acudió al cortijo en cuanto pudo. Había guardias civiles, policía municipal, ambulancias. También llegaron algunos familiares, que se sujetaban la cabeza o se tapaban la cara con las manos, angustiados por el horror.
Convencida de que estaba ante una nueva y viva
pasión de Cristo, sor Consuelo trataba de aliviarles con suaves palabras. Pero la consternación de los familiares era tal que no parecían oírla. Al cabo de un rato, la monjita pensó que era mejor dejar que un dolor tan grande comenzara a cicatrizar a solas.
Cuando se iba,
una familiar que hasta entonces no parecía haberla visto, le dijo:
-Gracias, hermana. Si no fuera por usted, esta noche yo también me hubiera quitado la vida.