Ochenta años de la Encíclica Mit Brennender Sorge

Guillermo Gazanini Espinoza / 21 de marzo.- En tiempos recientes, la Iglesia católica es blanco de dardos críticos y severas acusaciones en relación a su papel y oposición al nacionalsocialismo alemán. Las fuentes de información del gran público se encuentran en películas, debates, libros, conferencias y análisis sesgados cuestionando al papado por la supuesta complicidad y silencio ante el ascenso y crímenes del régimen de Adolfo Hitler.
En 2005, la película “Amén” del director Costa-Gavras, inspirada en la obra de Rolf Hochhuth Der Stellvertreter, El Vicario, sobre el drama de la deportación de los judíos a Auschwitz y el supuesto silencio del Vaticano, fortaleció la leyenda negra del papado cómplice, tímido, timorato, envuelto en boato y oropel que solapó lo que, después de la Segunda Guerra Mundial, se conoció como holocausto y la política de solución final que tuvo su desarrollo máximo hacia enero de 1942. Sin embargo, tales aseveraciones deben tomarse con cuidado, sobre todo por el especial ambiente de linchamiento que involucra a la Iglesia en esa complicidad culpando al Papa Pío XII de servir al régimen nacionalsocialista y sobre quien pesa el supuesto y severo juicio de la historia aunque esta sea producto de la deformación la cual, basada en una mentira, ha llegado a ser supuesta verdad indiscutible para decir que el catolicismo tomó posición absoluta al lado de los sistemas neopaganos.
Los juicios actuales desvían nuestra mirada de importantes antecedentes que el magisterio papal realizó contra los totalitarismos sin dejar de lado la notable oposición del episcopado alemán. Al alzarse con el poder, Adolfo Hitler tendió la mano a la Iglesia con discursos y promesas de paz y, detrás, los ideólogos construían las bases del nuevo cristianismo ario para minar y destruir a la tradición cristiana en Alemania. Antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, una nueva religión rivalizaría a muerte con el catolicismo y las iglesias evangélicas luteranas.
Las voces de alerta se habían difundido especialmente en el episcopado alemán ante el paganismo nacionalsocialista aún antes de hacerse con el poder en 1933. Una persecución subterránea en diversas regiones de Alemania inició contra miembros asociaciones católicas. Los obispos dirigieron cartas pastorales a los fieles a fin de instruirlos sobre los peligros que representaba para la fe la imposición de la doctrina nazi, cuestionaron igualmente las palabras y promesas de acercamiento y respeto hechas por el Canciller del Reich hacia las confesiones cristianas. Desde 1930, Adolf Bertram (1859-1945), Arzobispo de Breslau, había criticado el desprecio propagandístico por la revelación cristiana. Para el Cardenal Bertram, el nacionalsocialismo era un engaño religioso que debería ser combatido con todas las fuerzas.
Sobre los principios de la ideología pangermánica y aria, los nazis trataron de cimentar un nuevo cristianismo para Alemania: el cristianismo positivo de Alfred Rosenberg. En su libro El Mito del Siglo XX afirmó que el catolicismo era el responsable de la corrupción de la identidad alemana, a raíz de la evangelización en tiempos del obispo y mártir San Bonifacio. La doctrina del pecado original y de la humanidad corrompida por el pecado primigenio y de la supuesta redención efectuada por Jesucristo en la cruz eran ilusiones judaicas que deberían ser eliminadas de la cosmovisión en la nueva era nazi porque cristianismo es una amalgama de ideas del mundo grecolatino que rechazó los llamados del instinto, realidad única y profunda del hombre alemán cuya identidad ha descendido a las profundidades del inconsciente para descubrir el misterio de la raza, entrando en una comunión sin igual con todos los miembros de la madre Alemania en una comunidad germánica perfecta, sin la mezcla de razas inferiores que corrompen la pureza de la sangre.
Tales ideas y pensamientos ponían en peligro a la Iglesia de Alemania. Pío XI, Pontífice reinante desde 1922, venía advirtiendo de los peligros del comunismo y regímenes ateos en diversos países del orbe. Al pontífice llegaban constantes reportes del episcopado alemán sobre el estado de persecución y del quebranto a la palabra empeñada cuando la Alemania nacionalsocialista y la Santa Sede habían firmado un Concordato en julio de 1933, sólo algunos meses después del ascenso de Hitler el poder.
Si bien Hitler impulsó la firma del Concordato de 1933, su formalización no era del todo satisfactoria para Pío XI y monseñor Eugenio Pacelli, secretario de Estado desde febrero de 1930 y quien había sido nuncio en Baviera en 1917 y en 1920 para toda Alemania justo a la caída del imperio alemán y en el caos de la República de Weimar. Esta desconfianza tenía una razón obvia, la maquinaria diplomática vaticana no confío en los discursos de acercamiento y tolerancia de Hitler hacia las iglesias. Había informes fidedignos de persecución reportados por los obispos de Alemania y la posición de la Santa Sede era delicada, no haber firmado el Concordato con el Reich habría significado la declaración de guerra contra la Iglesia, la ruptura total.
Las células paramilitares del régimen venían aniquilando a las asociaciones católicas alemanas. En 1936, la ofensiva contra la Iglesia fue mayor y los obispos temían una irremediable ruptura con las instituciones alemanas. Animaron a los fieles a seguir en guardia y confiando en el Señor; el régimen reforzó su campaña contra las órdenes religiosas al iniciar procesos judiciales contra los clérigos acusados falsamente de perversiones y delitos sexuales, la prensa describió a los monasterios y conventos católicos como lugares de vicios y corrupciones morales y la presión crecía para que la Iglesia se viera obligada a clausurar los centros educativos a su encargo.
El estado de cosas en Alemania llegó a tal límite que Pío XI debió expresarse en un pronunciamiento formal con toda la fuerza de su magisterio. A finales de 1936, la frágil salud del Papa le impidió seguir en el ritmo habitual de trabajo viéndose obligado a procurar reposo, no obstante seguía detalladamente la situación imperante en el Reich germánico. Supo del encuentro de Hitler y el Arzobispo de Münich, el cardenal Michael Faulhaber, el 4 de noviembre de 1936, cuando el führer demandó una postura de la Iglesia para involucrarla en una alianza contra el comunismo. Faulhaber tenía presente el estado de persecución sufrida en la Iglesia y manifestó a Hitler la represión hacia las escuelas confesionales, además de las 380 acusaciones contra sacerdotes y religiosos quienes predicaron contra el racismo o el gobierno nazi.
A finales de 1936, el secretario de Estado Pacelli escribió a los obispos alemanes para que al inicio del nuevo año aceptaran la invitación del Santo Padre a visitar Roma e informar detalladamente sobre la situación en Alemania y fijar una línea común para adoptar decisiones oportunas. Pío XI invitó a los cardenales Schulte de Colonia, Faulhaber de Münich y a los obispos Von Galen de Münster y Von Preysin de Berlín; el 16 de enero de 1937, los obispos de la Iglesia alemana tuvieron una reunión con el cardenal Secretario de Estado. Las conclusiones derivaron en el acuerdo común sobre el recrudecimiento de la persecución nazi a la Iglesia, la abierta enemistad del Partido y del gobierno actuando cada vez con mayor desprecio hacia las cláusulas del Concordato. Los prelados estuvieron de acuerdo en una manifestación pública de la Santa Sede al respecto descartando la posibilidad de una carta personal de Pío XI a Hitler por el peligro de desvío o mutilación en su respuesta frente al público.
Así nació la idea de una Encíclica. El 17 de enero, monseñor Pacelli solicitó al cardenal Faulhaber la redacción de las ideas más destacadas a contener en el escrito proyectado. El día 21 entregó el documento con sus últimas correcciones junto con una carta dirigida al Cardenal Pacelli donde explicaba el esquema elaborado en once folios, escritos de puño y letra. El documento pontificio fue firmado el 14 de marzo de 1937 con el título Mit Brennender Sorge (Con Ardiente Preocupación). El domingo de ramos 21 de marzo de 1937, hace 80 años, se leyó en todas las iglesias católicas del Reich y millares de ejemplares se habían distribuido entre el 17 al 21 y literalmente fue una sorpresa. Para los nazis fue un intento criminal de desprestigiar a escala mundial al estado nacionalsocialista aunque el órgano oficial del Partido le había dedicado amplios espacios en varias entregas que, después serían censurados por el ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels. La GESTAPO secuestró cuatro mil de los casi cuarenta mil ejemplares impresos.
La proclamación del Papa Pío XI contra el totalitarismo tiene una importancia histórica trascendental para nuestro siglo. Contra el silencio de la Iglesia o peor aún la supuesta complicidad, la Encíclica Mit Brenneder Sorge fue la denuncia solemne contra el nacionalsocialismo y su proyección hacia el futuro continúa en una crítica formal y permanente hacia movimientos sociales e ideologías contrarias a la dignidad de la persona. La Encíclica trazó la senda del diálogo con el mundo, a fin de extender su defensa por la persona y manifestó que sólo hay libertad para proclamar la Verdad del Evangelio cuando no se pacta ninguna clase de compromisos que le hagan traicionar cada una de sus palabras. Pío XI fue fiel a su vocación convencida de la fe en la Iglesia y aunque el totalitarismo parecía sacudir su integridad, las puertas de infierno no prevalecieron contra Ella. (Mt 16,18). Y en esto tuvo mucho que ver el sucesor del Papa Ratti, cardenal Eugenio Pacelli, quien alguna vez describiría a Hitler como un “hombre completamente poseído”.