Actualizar la liturgia
No estoy exagerando. Basta repasar la excelente y documentada historia de la misa, de J. A. Jungmann, para caer en la cuenta de que la estructura de la celebración eucarística, el lenguaje que en ella se utiliza (aunque esté traducido del latín), la mayor parte de los gestos rituales y el conjunto de la ceremonia, todo eso se quedó anclado y atascado en lo que se hacía y se expresaba según el lenguaje y las costumbres de la Alta Edad Media. O sea, según los usos y formas de expresión que eran actuales en los lejanos tiempos del siglo quinto al octavo. Sin duda alguna, se puede afirmar que no existe ninguna otra institución, por más conservadora que sea, que se comporte de esta manera. ¿Y nos sorprende que haya tantos cristianos que apenas van a misa?
Por esto conviene reconocer que la Constitución sobre la Liturgia, del concilio Vaticano II, hizo bien a la Iglesia en algunas cosas, por ejemplo al permitir la traducción del latín a las lenguas actuales. Pero también es cierto que aquello fue una “actualización” que se quedó muy corta.
Seguramente porque faltó tiempo, la debida preparación y las condiciones indispensables para afrontar los problemas más de fondo y más actuales que afectan a la liturgia, los rituales, los signos, los símbolos y los embrollados y actualísimos temas relacionados con la comunicación entre los seres humanos.
Sobre todo cuando se trata de comunicar y poner en claro cuestiones tan complicadas como es todo lo que se refiere a nuestras relaciones con “lo trascendente”. Y sabemos que eso precisamente es lo que se pretende en la liturgia. ¿Por qué habrá tantos católicos más preocupados por ser fieles al Catecismo que por afrontar y resolver estos problemas tan serios y apremiantes?