"¿Nos han educado para creer en lo que dijo y vivió Jesús?" José María Castillo: "El Evangelio no es lo que dicen los curas"
"No es suficiente 'creer en Jesucristo'"
"No basta con estar bautizado y con ir a misa los domingos y fiestas de guardar"
¿Qué me importa el Evangelio? Esta pregunta – que produce la impresión de una falta de respeto – tendría que ser central en nuestra vida. Porque equivale a preguntarse si el Evangelio de Jesús me “conviene” o no me conviene; si me “interesa” o no me interesa; si “le hago caso” o me importa un bledo; si tiene o no tiene “consecuencias” en mi forma de vivir o en mi proyecto de vida.
¿Me he planteado alguna vez estas preguntas? ¿Me preocupa lo que representan en mi vida, en lo que me interesa y en lo que no pinta nada para mi forma de vivir, de relacionarme con los demás, en lo que me hace feliz y en lo que me alienta o desalienta? Quienes me conocen de cerca y se relacionan conmigo, ¿comentan entre ellos que mi comportamiento produce la impresión de que en mí palpan (o perciben) la puesta en práctica del Sermón del Monte (Mt 5-7)? Pero, sobre todo, quienes se relacionan conmigo, quienes saben de veras cómo es mi vida, ¿comentan (quizá alguna vez) que mi comportamiento (no mi religiosidad o mi “beaterío”) no tiene más explicación que “aquello por lo que se me conoce” (Jn 13, 34-35), es porque quiero tanto a los demás, a todo el mundo, que esto no tiene más explicación que el hecho de que “soy discípulo de Jesús”?
Seguramente, habrá personas que, al leer estas preguntas, quizá piensen que a qué viene todo esto. ¿Es que no basta con “ser cristiano”? ¿No es suficiente “creer en Jesucristo”? ¿No basta con estar bautizado, con ir a misa los domingos y fiestas de guardar? ¿Es que no tiene ya su mérito “creer en Dios y cumplir sus mandamientos”?
Esto último es lo que dicen los curas y los libros de religión. Pero no es lo que dice el Evangelio. Baste pensar (o caer en la cuenta) de que, si recordamos lo que ocurrió en la última cena, antes de la Pasión, Jesús, al despedirse de sus “amigos” (Jn 15, 14), les mandó tres cosas: 1ª) Que tenían que ir por la vida “lavando los pies” a los demás (Jn 13, 12-15). Es decir, tenían que relacionarse con los otros, como “esclavos y criados” (J. Zumstein), nunca como señores y maestros. 2ª) Que tenían que “recordar la muerte del Señor” cenando juntos sin diferencias ni desigualdades, compartiendo el mismo pan y bebiendo en la misma copa (1 Cor 11, 17-27). 3ª) Que tenían que quererse tanto, como el mismo Jesús los había querido a ellos, hasta tal punto que “en esto los tenía que reconocer todo el mundo como discípulos de Jesús” (Jn 13, 34-35).
Sin duda, habrá quien diga que todo esto está muy bien para leerlo en las iglesias y recordarlo en las ceremonias de la parroquia o del convento. Pero, ¿esto para ponerlo en práctica? ¿Y para hacerlo todos los días y, si es preciso, a todas horas? ¿Estamos locos?
¿No ocurrirá, más bien, que el Evangelio nos importa un bledo? Ya está bien con hacer lo que manda el catecismo, el cura de la parroquia o el prior del convento. Pero ¿tomar en serio el Evangelio y vivirlo todos los días y con todo el mundo? Perdonar siempre al que te odia y te daña lo que puede, no ver nunca la paja en el ojo ajeno, poner la otra mejilla al que te da una bofetada, perdonar siempre, ayudar siempre, anteponer el bien de los demás al propio bien… Pero, ¿es que estamos locos? No. Yo, más bien, me pregunto: ¿de qué nos sirve el Evangelio? ¿Nos han educado para creer en lo que dijo y vivió Jesús? Entonces, si es que vemos que todo eso es imposible o es un cuento de curas, frailes y monjas, ¿por qué no nos apuntamos a otra religión?
¿Qué tendrá el Evangelio, que nos cuesta tanto tomarlo en serio?