Carta del papa Francisco al Maestro General de los mercedarios, con motivo del octavo centenario de la fundación de la orden.
Querido Hermano:
Al acercarse la fecha en que la Orden de la Merced, y todos los que se unen a ella con lazos espirituales, recuerdan el octavo centenario de la fundación de la misma por san Pedro Nolasco, quiero unirme a ustedes en acción de gracias al Señor por todos los dones recibidos a lo largo de este tiempo. Deseo expresarles mi cercanía espiritual, animándoles a que esta circunstancia sirva para la renovación interior y para impulsar el carisma recibido, siguiendo el camino espiritual que Cristo Redentor les ha trazado. El Señor se hace presente en nuestra vida mostrándonos todo su amor y nos anima a que le correspondamos con generosidad, siendo este el primer mandamiento del santo Pueblo de Dios: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).
En preparación a este año jubilar ustedes han querido resaltar a tres protagonistas de su historia que pueden significar tres momentos de respuesta al amor de Dios.
El primero es san Pedro Nolasco, considerado el fundador de la nueva comunidad y el depositario del carisma entregado por Dios. En esa vocación está el corazón y el tesoro de la Orden, pues tanto la tradición de la misma como la biografía de cada religioso se fundamentan en ese primer amor. En el rico patrimonio de la familia mercedaria, iniciado con los fundadores y enriquecido por los miembros de la comunidad que se han sucedido a lo largo de los siglos, se concitan todas las gracias espirituales y materiales que ustedes han recibido. Este depósito se hace expresión de una historia de amor que se enraíza en el pasado pero que sobre todo, se encarna en el presente y se abre al futuro, en los dones que el Espíritu sigue derramando hoy sobre cada uno de ustedes. No se puede amar lo que no se conoce (cf. SAN AGUSTÍN, Trinidad, X,II,4), por ello los animo a profundizar en ese cimiento puesto por Cristo y fuera del cual nada se puede construir, redescubriendo el primer amor de la Orden y de la propia vocación, para renovarlos continuamente.
El segundo protagonista en este tríptico es la Virgen Santa, Nuestra Señora de la Merced o, como también la llaman, del Remedio y de la Gracia en nuestras necesidades, que suplicamos a Dios y confiamos a su poderosa intercesión. En el original hebreo la expresión que traducimos «amarás al Señor con toda el alma» tiene el sentido de «hasta la última gota de nuestra sangre». Por eso, el ejemplo de María se identifica con el verso del «Shemá». Ella se proclama como la «esclava del Señor», y se pone en camino «apresuradamente» (Lc 1,38-39), para llevar la buena noticia del reino a su prima Isabel. Es la respuesta de Dios al clamor del pueblo que espera la liberación (cf. Ex 3,7 y Lc 1,13). Así, es maestra de consagración a Dios y al pueblo, en la disponibilidad y el servicio, en la humildad y la sencillez de una vida oculta, totalmente entregada a Dios, en el silencio y en la oración. Es un compromiso que nos evoca el sacrificio de los antiguos padres redentores, que se quedaban ellos mismos «en rehenes», como prenda de la libertad de los cautivos. Por ello, les ruego que este propósito de ser completamente suyos se refleje no sólo en las obras apostólicas de vanguardia, sino en el trabajo cotidiano y humilde de cada religioso, como también en los monasterios contemplativos que, con el silencio orante y el sacrificio escondido, sostienen maternalmente la vida de la Orden y de la Iglesia.
El tercer protagonista que completa el cuadro de la historia del Instituto es Cristo Redentor; en él damos un salto cualitativo, pues pasamos de los discípulos al Maestro. Como el joven rico, Jesús nos interpela con una pregunta que nos toca profundamente: ¿Quieres ser perfecto? (cf. Mt 19,21; 5,48). No vale un conocimiento teórico, ni siquiera una adhesión sincera a los preceptos de la Ley divina «desde la juventud» (Mc 10,20); sino que Jesús nos mira a los ojos y nos ama, pidiéndonos que lo dejemos todo por seguirle. El amor se aquilata en el fuego del riesgo, en la capacidad de poner sobre la mesa todas las cartas y de apostar fuerte, por esa esperanza que no defrauda. Sin embargo, muchas veces, las decisiones personales y comunitarias que más nos cuestan son la que afectan a nuestras pequeñas y, a veces, mundanas seguridades. Todos estamos llamados a vivir la alegría que brota del encuentro con Jesús, para vencer nuestro egoísmo, salir de nuestra propia comodidad y atrevernos a llegar a toda periferia que necesita la luz del Evangelio (cf. Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 20). Podemos responder al Señor con generosidad cuando experimentamos que somos amados por Dios a pesar de nuestro pecado y nuestra inconsistencia.
Queridos hermanos y hermanas: el Señor Jesús les mostrará un camino hermoso, por donde transitar con un espíritu renovado. Podrán hacer crecer el don recibido —personal y comunitariamente—, entregándolo y entregándose completamente, como el grano de trigo que si no muere no puede dar fruto (cf. Jn 12,24). Pido al Señor que les dé la fuerza para abandonar lo que les ata y asumir su cruz, de modo que dejando el manto y agarrando su camilla (Mc 10,50; 2,1-12) puedan seguirlo por el camino y habitar en su casa por siempre. Por favor, les ruego que no dejen de rezar por mí. Que Jesús bendiga a todos los miembros de la Orden y de la entera familia mercedaria, y la Virgen Santa los cuide. Fraternalmente,
Franciscus
Al acercarse la fecha en que la Orden de la Merced, y todos los que se unen a ella con lazos espirituales, recuerdan el octavo centenario de la fundación de la misma por san Pedro Nolasco, quiero unirme a ustedes en acción de gracias al Señor por todos los dones recibidos a lo largo de este tiempo. Deseo expresarles mi cercanía espiritual, animándoles a que esta circunstancia sirva para la renovación interior y para impulsar el carisma recibido, siguiendo el camino espiritual que Cristo Redentor les ha trazado. El Señor se hace presente en nuestra vida mostrándonos todo su amor y nos anima a que le correspondamos con generosidad, siendo este el primer mandamiento del santo Pueblo de Dios: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).
En preparación a este año jubilar ustedes han querido resaltar a tres protagonistas de su historia que pueden significar tres momentos de respuesta al amor de Dios.
El primero es san Pedro Nolasco, considerado el fundador de la nueva comunidad y el depositario del carisma entregado por Dios. En esa vocación está el corazón y el tesoro de la Orden, pues tanto la tradición de la misma como la biografía de cada religioso se fundamentan en ese primer amor. En el rico patrimonio de la familia mercedaria, iniciado con los fundadores y enriquecido por los miembros de la comunidad que se han sucedido a lo largo de los siglos, se concitan todas las gracias espirituales y materiales que ustedes han recibido. Este depósito se hace expresión de una historia de amor que se enraíza en el pasado pero que sobre todo, se encarna en el presente y se abre al futuro, en los dones que el Espíritu sigue derramando hoy sobre cada uno de ustedes. No se puede amar lo que no se conoce (cf. SAN AGUSTÍN, Trinidad, X,II,4), por ello los animo a profundizar en ese cimiento puesto por Cristo y fuera del cual nada se puede construir, redescubriendo el primer amor de la Orden y de la propia vocación, para renovarlos continuamente.
El segundo protagonista en este tríptico es la Virgen Santa, Nuestra Señora de la Merced o, como también la llaman, del Remedio y de la Gracia en nuestras necesidades, que suplicamos a Dios y confiamos a su poderosa intercesión. En el original hebreo la expresión que traducimos «amarás al Señor con toda el alma» tiene el sentido de «hasta la última gota de nuestra sangre». Por eso, el ejemplo de María se identifica con el verso del «Shemá». Ella se proclama como la «esclava del Señor», y se pone en camino «apresuradamente» (Lc 1,38-39), para llevar la buena noticia del reino a su prima Isabel. Es la respuesta de Dios al clamor del pueblo que espera la liberación (cf. Ex 3,7 y Lc 1,13). Así, es maestra de consagración a Dios y al pueblo, en la disponibilidad y el servicio, en la humildad y la sencillez de una vida oculta, totalmente entregada a Dios, en el silencio y en la oración. Es un compromiso que nos evoca el sacrificio de los antiguos padres redentores, que se quedaban ellos mismos «en rehenes», como prenda de la libertad de los cautivos. Por ello, les ruego que este propósito de ser completamente suyos se refleje no sólo en las obras apostólicas de vanguardia, sino en el trabajo cotidiano y humilde de cada religioso, como también en los monasterios contemplativos que, con el silencio orante y el sacrificio escondido, sostienen maternalmente la vida de la Orden y de la Iglesia.
El tercer protagonista que completa el cuadro de la historia del Instituto es Cristo Redentor; en él damos un salto cualitativo, pues pasamos de los discípulos al Maestro. Como el joven rico, Jesús nos interpela con una pregunta que nos toca profundamente: ¿Quieres ser perfecto? (cf. Mt 19,21; 5,48). No vale un conocimiento teórico, ni siquiera una adhesión sincera a los preceptos de la Ley divina «desde la juventud» (Mc 10,20); sino que Jesús nos mira a los ojos y nos ama, pidiéndonos que lo dejemos todo por seguirle. El amor se aquilata en el fuego del riesgo, en la capacidad de poner sobre la mesa todas las cartas y de apostar fuerte, por esa esperanza que no defrauda. Sin embargo, muchas veces, las decisiones personales y comunitarias que más nos cuestan son la que afectan a nuestras pequeñas y, a veces, mundanas seguridades. Todos estamos llamados a vivir la alegría que brota del encuentro con Jesús, para vencer nuestro egoísmo, salir de nuestra propia comodidad y atrevernos a llegar a toda periferia que necesita la luz del Evangelio (cf. Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 20). Podemos responder al Señor con generosidad cuando experimentamos que somos amados por Dios a pesar de nuestro pecado y nuestra inconsistencia.
Queridos hermanos y hermanas: el Señor Jesús les mostrará un camino hermoso, por donde transitar con un espíritu renovado. Podrán hacer crecer el don recibido —personal y comunitariamente—, entregándolo y entregándose completamente, como el grano de trigo que si no muere no puede dar fruto (cf. Jn 12,24). Pido al Señor que les dé la fuerza para abandonar lo que les ata y asumir su cruz, de modo que dejando el manto y agarrando su camilla (Mc 10,50; 2,1-12) puedan seguirlo por el camino y habitar en su casa por siempre. Por favor, les ruego que no dejen de rezar por mí. Que Jesús bendiga a todos los miembros de la Orden y de la entera familia mercedaria, y la Virgen Santa los cuide. Fraternalmente,
Franciscus