Inmigrantes y cultura

Contra los tópicos

Se habla de un mundo polarizado, pero esto es sobre todo en Occidente -bueno, Rusia encaja también- en el que para muchos todo o es blanco o es negro, se ignoran los colores y lo complejo, real y bello de la vida. La pereza mental se une al rechazo del tópico del otro lado… sin mirar el propio. Esto ha

6A086909-DFCF-4200-A713-7C5EEAB5A2A1
6A086909-DFCF-4200-A713-7C5EEAB5A2A1

sido sembrado por políticos corruptos (miran demoscopia más que la búsqueda del bien común) y, sobre todo, por los criterios de mercado de las grandes tecnológicas que eligen algoritmos que fomentan la polarización porque es económicamente rentable. Ambos casos demuestran que el mercado sin un mínimo de criterio moral que evite excesos, es desastroso.

Entre los tópicos sembrados por la polarización se encuentra el de preservar la cultura europea frente a los inmigrantes masivos. Y no hablo ya de la paranoia conspirativa del reemplazo.

Nos montamos unas películas increíbles. Si queremos pensar en una cierta “cultura europea” amenazada, deberíamos preguntarnos: ¿quiénes han decidido tener pocos hijos? ¿Quiénes han importado las teorías neoliberales anglosajonas que amenazan la mirada más social de los europeos? ¿quiénes se alejan no sólo de la fe sino de buena parte de los valores cristianos? ¡No necesitamos inmigranes para destrozar los mejores valores de nuestra cultura!

Rizando el rizo, me atrevo a pensar -al menos para contrastar los tópicos extremos- que gracias a muchos de los inmigrantes podremos reafirmar varios de estos valores que dicen representar la cultura europea.

Cuando veo a personas que vienen de África -sobre todo subsahariana- y de hispanoamérica, muchos de ellos tienen una visión más cristiana y valores más cercanos en lo relacional y lo social a los que decimos que son los nuestros, que buena parte de los maniqueos polarizados de uno u otro signo nacidos en esta Europa.

Vivo lejos de España y regreso de vez en cuando dejándome sorprender por algunos cambio. Me encanta cuando celebro la última misa de mi ciudad, a las 20.45, los domingos. Suele venir mucha gente pues la parroquia está en el centro. ¿Qué me encuentro? Una comunidad cristiana envejecida en general, pero -gracias a Dios- aún con matrimonios con hijos y algunos jóvenes. Y resulta que quien anima la música con una potente voz y buen tino, para gusto de los feligreses de mi conservadora parroquia y ciudad, es un ecuatoguineano. Uno de los muchos que han venido a España. Cristiano, como la mayoría, pero activo. Padre de familia y profesor de matemáticas.

¿Y quién toca el órgano, dando ese toque solemne que ayuda al canto y al sentimiento sacro? Un amigo suyo, de cabello bien negro por cierto, pero blanco, muy blanco, de piel: viene de Ucrania. Así que la misa se enriquece con la aportación colorida de todos, sea blanco, negro, o mi escaso moreno adquirido en Timor. (En España no tenemos la cínica hipocresía usamericana de condenar las palabras sobre color de piel, en Guinea tampoco la tenían, gracias a Dios).

Será una casualidad, pero para mí es más bien un signo de por dónde van o pueden ir las cosas.

No soy ciego, no niego los problemas de una inmigración masiva o de los migrantes ilegales, la necesidad de integración (el problema francés es hijo del paternalismo proteccionista que a base de subvenciones impidió la integración, por no incorporarse al mercado laboral). Pero la realidad en muchos casos nos muestra hasta qué punto los tópicos hacen daño.

La interculturalidad no es fácil, pero no hay alternativa. Y la pureza cultural es una mentira ideológica: no existe ninguna cultura pura, además toda cultura es dinámica.

Pero una interculturalidad sana requiere tanto reconocer las raíces profundas de la propia cultura como acoger la riqueza cultural ajena; en un encuentro así, se puede disfrutar de la diferencia, y avanzar críticamente. Tenemos experiencia suficiente en España, no sólo en nuestra larga historia de encuentros culturales: el paso del campo a la ciudad supuso para muchos dejar lo mejor del campo y acoger lo peor de la ciudad, otros supieron integrarse sin renunciar a lo auténtico. No es muy diferente el desafío hoy, pero será imposible -cuando no violento- si alimentamos prejuicios en vez de encontrarnos y afrontar problemas.

Aprendamos a ver no sólo la dificultad, sino también la oportunidad y la belleza del encuentro intercultural.

Volver arriba