¡ Apasionante Siglo XIX !
Resultaba sorprendente y al par que cómico escuchar el comentario que, ya en los años convulsos del Concilio Vaticano II, alrededor de 1970, hacía un viejo jesuita, que había vivido personalmente el cruce entre el siglo XIX y el XX. Al ver a alguien en su Comunidad sevillana leyendo el siempre tradicional ABC, comentaba con desagrado, con profundo despecho: "¡Periódico liberal!". Al periódico más típicamente derechoso, lo calificaba como peligroso y de izquierdas. La constatación evidente del hecho es que la palabra "liberal" había cambiado totalmente de sentido, era usada con un significado casi contradictorio con el que en aquel entonces ya tenía.
Este cambio de sentido de la palabra "liberal" se percibe perfectamente siguiendo, aunque sea mínimamente, la historia de la sociedad y de la Iglesia en el siglo XIX español. El fuerte impacto de la Revolución Francesa, inexistente en España, es recogido tímidamente por nuestras Cortes de Cadiz, que no desplazan el "Antiguo Régimen" con la fuerza trágica de la Revolución Francesa, pero sí comandan la corriente liberal y afrancesada frente a todas las fuerzas recalcitrantes provenientes de los años anteriores. El liberalismo como signo del progresismo más radical, enfrentado con todas las corrientes más tradicionales que ya entonces, en la historia de la Iglesia, comenzaron a llamarse ultramontanas.
El seguimiento del enfrentamiento de ideas políticas, sociales y religiosas en el siglo XIX es lo que resulta literalmente apasionante. La antítesis entre las Dos Españas, que ya había nacido en el siglo XVIII con el enfrentamiento entre afrancesados y españolistas y que tan magistralmente fue expuesto hace ya años por nuestro gran humanista Laín Entralgo, adquiere ahora características extremosas. Echo mucho de menos el conocimiento a fondo de todas las vicisitudes de este siglo XIX, con los numerosísimos cambios de Reyes y de Gobiernos, con el establecimiento reiterado de Revoluciones y con la Restauración después de la Monarquía, con la serie de personajes tan extremos que van apareciendo, personificando corrientes y dinamismos que subyacen, con infinitos meandros en el recorrido, a las ideas que ahora manejamos en nuestra sociedad actual.
Particularmente me intriga el enfrentamiento entre los tradicionalistas y los liberales, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Los tradicionalistas, los iniciales defensores de los derechos dinásticos de los carlistas, tras los enfrentamientos cruentos iniciales, se mantienen después en la más pura línea tradicional, en lo que pasa a llamarse el integrismo. Resulta patético el seguimiento de esta corriente, que en los religioso adquiere particular significado porque identifican su actuación con el seguimiento a rajatabla de las posturas que piensan que son de Dios y de Iglesia.
La propia línea de actuación de la Iglesia resulta en este siglo muy difícil de seguir con precisión, desde las posturas extremas del Syllabus -condena expresa del liberalismo, que da pie a un difundidísimo folleto del jesuita VilladaEl liberalismo es pecado- hasta los difíciles equilibrios posteriores de León XIII, que pretendía conseguir la casi imposible unión entre los católicos enfrentados. La variable y progresiva configuración del ultramontanismo eclesial durante todo el siglo XIX será objeto de estudios de gran interés.
En España, el pugilato entre el integrismo y el liberalismo llega al paroxismo cuando el integrismo a su vez se escinde entre una corriente más radical y puritana -representada por los hermanos Nocedal y por su periódico El Siglo Futuro- y la cierta moderación que adoptan los carlistas, que llegan incluso a defender que la colaboración con los liberales resulta posible e inevitable, eximiendo por tanto a los liberales del carácter auténticamente demoníaco que los íntegros todavía le adjudican. El seguir las escaramuzas de los mutuos enfrentamientos entre todos esos grupos resulta difícil, triste y, al mismo tiempo, apasionante. Muchos enfrentamientos políticos y intraeclesiales del mundo actual tienen su remoto origen en estas diatribas decimonónicas.
Me ha despertado el interés por todo este mundo tan pasado la participación en estos días en Salamanca en un Congreso que acaba de celebrarse sobre La Restauración de la Compañía de Jesús (1814-2014), un intento de reflexión ya serena sobre uno de los sucesos más paradigmáticos de esta época convulsa: la extinción de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV (1773) y el posterior restablecimiento de esta Orden Religiosa por Pío VII (1814). El seguimiento de todo esto me ha resultado más inmediato porque estoy leyendo despaciosamente el segundo tomo de la obra de Manuel Revuelta clave para el conocimiento de la época, La Compañía de Jesús en la España contemporánea. Tomo II: Expansión en tiempos recios (1884-1906). Quisiera uno ser un buen historiador, para dominar a fondo toda esta época y para extraer de ella todas las enseñanzas que implican sobre nuestro momento actual en el siglo XXI.
Este cambio de sentido de la palabra "liberal" se percibe perfectamente siguiendo, aunque sea mínimamente, la historia de la sociedad y de la Iglesia en el siglo XIX español. El fuerte impacto de la Revolución Francesa, inexistente en España, es recogido tímidamente por nuestras Cortes de Cadiz, que no desplazan el "Antiguo Régimen" con la fuerza trágica de la Revolución Francesa, pero sí comandan la corriente liberal y afrancesada frente a todas las fuerzas recalcitrantes provenientes de los años anteriores. El liberalismo como signo del progresismo más radical, enfrentado con todas las corrientes más tradicionales que ya entonces, en la historia de la Iglesia, comenzaron a llamarse ultramontanas.
El seguimiento del enfrentamiento de ideas políticas, sociales y religiosas en el siglo XIX es lo que resulta literalmente apasionante. La antítesis entre las Dos Españas, que ya había nacido en el siglo XVIII con el enfrentamiento entre afrancesados y españolistas y que tan magistralmente fue expuesto hace ya años por nuestro gran humanista Laín Entralgo, adquiere ahora características extremosas. Echo mucho de menos el conocimiento a fondo de todas las vicisitudes de este siglo XIX, con los numerosísimos cambios de Reyes y de Gobiernos, con el establecimiento reiterado de Revoluciones y con la Restauración después de la Monarquía, con la serie de personajes tan extremos que van apareciendo, personificando corrientes y dinamismos que subyacen, con infinitos meandros en el recorrido, a las ideas que ahora manejamos en nuestra sociedad actual.
Particularmente me intriga el enfrentamiento entre los tradicionalistas y los liberales, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Los tradicionalistas, los iniciales defensores de los derechos dinásticos de los carlistas, tras los enfrentamientos cruentos iniciales, se mantienen después en la más pura línea tradicional, en lo que pasa a llamarse el integrismo. Resulta patético el seguimiento de esta corriente, que en los religioso adquiere particular significado porque identifican su actuación con el seguimiento a rajatabla de las posturas que piensan que son de Dios y de Iglesia.
La propia línea de actuación de la Iglesia resulta en este siglo muy difícil de seguir con precisión, desde las posturas extremas del Syllabus -condena expresa del liberalismo, que da pie a un difundidísimo folleto del jesuita VilladaEl liberalismo es pecado- hasta los difíciles equilibrios posteriores de León XIII, que pretendía conseguir la casi imposible unión entre los católicos enfrentados. La variable y progresiva configuración del ultramontanismo eclesial durante todo el siglo XIX será objeto de estudios de gran interés.
En España, el pugilato entre el integrismo y el liberalismo llega al paroxismo cuando el integrismo a su vez se escinde entre una corriente más radical y puritana -representada por los hermanos Nocedal y por su periódico El Siglo Futuro- y la cierta moderación que adoptan los carlistas, que llegan incluso a defender que la colaboración con los liberales resulta posible e inevitable, eximiendo por tanto a los liberales del carácter auténticamente demoníaco que los íntegros todavía le adjudican. El seguir las escaramuzas de los mutuos enfrentamientos entre todos esos grupos resulta difícil, triste y, al mismo tiempo, apasionante. Muchos enfrentamientos políticos y intraeclesiales del mundo actual tienen su remoto origen en estas diatribas decimonónicas.
Me ha despertado el interés por todo este mundo tan pasado la participación en estos días en Salamanca en un Congreso que acaba de celebrarse sobre La Restauración de la Compañía de Jesús (1814-2014), un intento de reflexión ya serena sobre uno de los sucesos más paradigmáticos de esta época convulsa: la extinción de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV (1773) y el posterior restablecimiento de esta Orden Religiosa por Pío VII (1814). El seguimiento de todo esto me ha resultado más inmediato porque estoy leyendo despaciosamente el segundo tomo de la obra de Manuel Revuelta clave para el conocimiento de la época, La Compañía de Jesús en la España contemporánea. Tomo II: Expansión en tiempos recios (1884-1906). Quisiera uno ser un buen historiador, para dominar a fondo toda esta época y para extraer de ella todas las enseñanzas que implican sobre nuestro momento actual en el siglo XXI.