Embrujo de Salamanca
Una visita breve me ha permitido tomar de nuevo contacto con el embrujo de Salamanca.
Resulta casi inconcebible tanta concentración de arte. Un simple paseo por las calles céntricas de Salamanca deja a la persona atónita. La concentración de la Catedral nueva y de la Catedral vieja, la serie constante de palacios y edificios singulares, la mole apabullante de la Clerecía con la Casa de las Conchas enfrente, la fachada increíble de la Universidad y el conjunto que ofrece todo su entorno de edificios, San Esteban... Todo el centro de la ciudad es un monumento ininterrumpido, en el que el color dorado e inigualable de la piedra da forma a edificios variados, todos armónicos, todos bellos, todos ofreciendo alguna característica singular. Pasear por el centro de Salamanca es disfrutar, soñar épocas pasadas, dejar que parezcan sentimientos estéticos que en otros lugares no surgen ni se desarrollan.
Todo esto unido a constantes evocaciones históricas. La inmensa estatua de Fray Luis de León frente a la fachada de la Universidad evoca inevitablemente el "Decíamos ayer". Los grandes teólogos del Siglo de Oro parece que pasean aún por las calles aún antiguas, espera uno casi encontrárselos al paso. El recuerdo fuerte de Miguel de Unamuno, concentrado en su propio museo, extiende su presencia a todos los aledaños universitarios, con su carácter apasionado, con su impresionante canto al Cristo de Velázquez y sus agónicos gritos increyentes, el recuerdo de que tuvo diez hijos y los hitos más importantes de su vida universitaria y ciudadana. El monumento al Lazarillo con su ciego, a la vera misma del Tormes, levanta en el recuerdo a este personaje tierno, duro, pícaro, imborrable. Se pueden patear los lugares ligados a San Ignacio de Loyola, un personaje que vivió y padeció en Salamanca, queriendo estudiar y hacer prosélitos y viviendo también duros enfrentamientos con la Inquisición. Cada rincón de Salamanca evoca algún personaje, permite reconstruir el recuerdo de personas de grandes dimensiones históricas.
Salamanca tiene la suerte de albergar además lugares emblemáticos. La llegada a la Plaza Mayor, encontrarse con ella al penetrar por uno de los arcos que le sirven de entrada, provoca casi un éxtasis. Difícilmente puede encontrarse un espacio más armónico y más novedoso, más solemne y más simple, más amplio y más recogido, más clásico y más apasionado. La Plaza Mayor concede a Salamanca un identidad muy marcada y muy rotunda, perceptible para cualquiera e imborrable para todos en el recuerdo. El contrate en ella de jóvenes sentados en los suelos y de personas mayores atestando las terrazas atestigua el carácter matriz y acogedor para todos que logra tener este auténtico emblema de Salamanca.
Pero la ciudad tiene más lugares -rincones, estatuas, fachadas, patios y claustros- en los que se concentra su identidad. Uno indudable es el río Tormes, ahora con sus amplias playas de césped, con sus aguas mansas en invierno abundantes, con el recuerdo que evocan unos puentes por los que han pasado tantos personajes en toda la historia, con las aguas que discurren igual ahora que en el Siglo de Oro o en la época romana. El Tormes se convierte en símbolo de lo que Salamanca es, de lo que ha sido y de lo que seguirá siendo en el futuro.
En el puente de Primero de Mayo en el que la he visitado, Salamanca demostraba además una enorme vitalidad. No evoca tan sólo arte e historia, sino que manifiesta también una vitalidad intensa en sus calles abarrotadas, en sus terrazas repletas de personas locales y foráneas, en sus comercios nuevos y antiguos. Sorprende la prodigalidad de tiendas de chacinas y demás productos del cerdo, algunas muy modernizadas; la riqueza de las librerías y atrayentes papelerías, el buen gusto de las tiendas de modas. No revestía Salamanca estos días impresión o rasgos de crisis, sino de expansión y bienestar, de gente distendida y de paseantes alegres.
Habrá, por supuesto, problemas y miserias. El centro brillante no hay que considerarlo único y exclusivo en ninguna ciudad. No será oro todo lo que reluce. Pero el embrujo de Salamanca es, sin duda, cierto y envidiable. Sencillamente, dejo testimonio de ello.
Resulta casi inconcebible tanta concentración de arte. Un simple paseo por las calles céntricas de Salamanca deja a la persona atónita. La concentración de la Catedral nueva y de la Catedral vieja, la serie constante de palacios y edificios singulares, la mole apabullante de la Clerecía con la Casa de las Conchas enfrente, la fachada increíble de la Universidad y el conjunto que ofrece todo su entorno de edificios, San Esteban... Todo el centro de la ciudad es un monumento ininterrumpido, en el que el color dorado e inigualable de la piedra da forma a edificios variados, todos armónicos, todos bellos, todos ofreciendo alguna característica singular. Pasear por el centro de Salamanca es disfrutar, soñar épocas pasadas, dejar que parezcan sentimientos estéticos que en otros lugares no surgen ni se desarrollan.
Todo esto unido a constantes evocaciones históricas. La inmensa estatua de Fray Luis de León frente a la fachada de la Universidad evoca inevitablemente el "Decíamos ayer". Los grandes teólogos del Siglo de Oro parece que pasean aún por las calles aún antiguas, espera uno casi encontrárselos al paso. El recuerdo fuerte de Miguel de Unamuno, concentrado en su propio museo, extiende su presencia a todos los aledaños universitarios, con su carácter apasionado, con su impresionante canto al Cristo de Velázquez y sus agónicos gritos increyentes, el recuerdo de que tuvo diez hijos y los hitos más importantes de su vida universitaria y ciudadana. El monumento al Lazarillo con su ciego, a la vera misma del Tormes, levanta en el recuerdo a este personaje tierno, duro, pícaro, imborrable. Se pueden patear los lugares ligados a San Ignacio de Loyola, un personaje que vivió y padeció en Salamanca, queriendo estudiar y hacer prosélitos y viviendo también duros enfrentamientos con la Inquisición. Cada rincón de Salamanca evoca algún personaje, permite reconstruir el recuerdo de personas de grandes dimensiones históricas.
Salamanca tiene la suerte de albergar además lugares emblemáticos. La llegada a la Plaza Mayor, encontrarse con ella al penetrar por uno de los arcos que le sirven de entrada, provoca casi un éxtasis. Difícilmente puede encontrarse un espacio más armónico y más novedoso, más solemne y más simple, más amplio y más recogido, más clásico y más apasionado. La Plaza Mayor concede a Salamanca un identidad muy marcada y muy rotunda, perceptible para cualquiera e imborrable para todos en el recuerdo. El contrate en ella de jóvenes sentados en los suelos y de personas mayores atestando las terrazas atestigua el carácter matriz y acogedor para todos que logra tener este auténtico emblema de Salamanca.
Pero la ciudad tiene más lugares -rincones, estatuas, fachadas, patios y claustros- en los que se concentra su identidad. Uno indudable es el río Tormes, ahora con sus amplias playas de césped, con sus aguas mansas en invierno abundantes, con el recuerdo que evocan unos puentes por los que han pasado tantos personajes en toda la historia, con las aguas que discurren igual ahora que en el Siglo de Oro o en la época romana. El Tormes se convierte en símbolo de lo que Salamanca es, de lo que ha sido y de lo que seguirá siendo en el futuro.
En el puente de Primero de Mayo en el que la he visitado, Salamanca demostraba además una enorme vitalidad. No evoca tan sólo arte e historia, sino que manifiesta también una vitalidad intensa en sus calles abarrotadas, en sus terrazas repletas de personas locales y foráneas, en sus comercios nuevos y antiguos. Sorprende la prodigalidad de tiendas de chacinas y demás productos del cerdo, algunas muy modernizadas; la riqueza de las librerías y atrayentes papelerías, el buen gusto de las tiendas de modas. No revestía Salamanca estos días impresión o rasgos de crisis, sino de expansión y bienestar, de gente distendida y de paseantes alegres.
Habrá, por supuesto, problemas y miserias. El centro brillante no hay que considerarlo único y exclusivo en ninguna ciudad. No será oro todo lo que reluce. Pero el embrujo de Salamanca es, sin duda, cierto y envidiable. Sencillamente, dejo testimonio de ello.