¿Qué y cuánto de religioso tiene la Semana Santa?
Esta es la pregunta que con frecuencia se hacen personas que a sí mismas se consideran religiosas frente a manifestaciones públicas como la Semana Santa. La pregunta no es sencilla de responder.
Por lo pronto habría que preguntar también qué y cuánto de religioso tienen una boda celebrada en la Iglesia, o una primera comunión, incluso una misa dominical, o cualesquieras otras celebraciones admitidas por todos como claramente religiosas. Una celebración pública es siempre un fenómenos muy complejo, que depende no sólo de sus contenidos internos sino también de la intencionalidad de las personas que en ella participan.
Los contenidos internos sí resulta claro que unos son más religiosos que otros, aunque dependiendo también desde la religión que se contemple el asunto. En la religión católica, la celebración de uno de los siete sacramentos son las manifestaciones oficiales de la Iglesia, con primacía sobre todas las restantes celebraciones eclesiales o paraeclesiales. Pero esto es decir muy poco, porque, sin acudir indebidamente al ex opere operato, una celebración oficial de la Iglesia puede estar vivida con más o menos conciencia, con más o menos participación, con más o menos unión con lo que en ese sacramento celebra de verdad la Iglesia.
En las celebraciones de la Semana Santa, las cosas aún están más confusas. Los Oficios, las celebraciones sacramentales de estos días, tienen obviamente unos contenidos religiosos más densos, aunque también estén dependientes del nivel de participación e identificación de los que asisten a ellos. La confusión mayor, con todo, proviene de las celebraciones multitudinarias de las Cofradías, de toda la amplía gama de las procesiones, con el amplísimo conjunto de elementos que constituyen la parafernalia de los desfiles procesionales: vestuarios (de las imágenes y de los acompañantes), músicas, luces, flores, estandartes, y toda la suntuosidad que rodea a las imágenes en sus tronos o pasos (la diferenciación terminológica y de estilos proveniente de la geografía es rigurosamente implacable).
¿Qué y cuánto de religioso hay en el rico y amplísimo entorno cofrade? Por lo pronto hay que contar con el emplazamiento, pues no es lo mismo la celebración semanasantera de Zamora, de Úbeda, de Sevilla, de Málaga… o de cualquiera de los mil sitios españoles donde hay en estos días celebraciones especiales. Formular una valoración de conjunto en una variedad tan extrema resulta sencillamente imposible, pues ni siquiera entre las celebraciones de una misma ciudad resultaría posible emitir unas opiniones unitarias.
Sí resulta oportuno señalar que en todas las celebraciones hay elementos muy religiosos y hay elementos nada religiosos, una solemne obviedad cuya afirmación no resulta sin embargo inútil. No cabe afirmar ni que todo es puramente religioso, ni que todo es descaradamente pagano o muy alejado de lo religioso. En todas las celebraciones, en todas las procesiones, hay acercamientos muy serios a lo hondamente emotivo e incluso a la convulsión religiosa auténtica, aunque haya también muchos huecos para la superficialidad, para los lucimientos o para conexiones muy superficiales de lo religioso. Esta diversidad tan amplia de manifestaciones produce la variedad tan extensa de acercamientos personales que se producen en la Semana Santa, desde las no escasas sinceras expresiones de fe y de religiosidad profunda hasta las tampoco escasas muestras de alejamiento religioso, mucho más cercanas al simple folklorismo, al mero colorismo externo, a la superficialidad y hasta sólo a la diversión, que a cualquier manifestación honda de religiosidad.
A pesar de esta tan variopinta y compleja realidad, estoy convencido que siempre es más lo positivo que lo negativo en estas manifestaciones masivas de religiosidad popular. Algo siempre queda y la catequesis monstruo que supone la imaginería nunca se puede negar. Los problemas existentes para el tratamiento eclesial de todo esto no son ni pocos ni fáciles, porque las Cofradías son poderosos enclaves de casi plena autonomía laical –un hecho en el fondo positivo, pero no raramente acompañado de disidencias, enfrentamientos y alguna vez rondando incluso lo inadecuado- donde no siempre tiene fácil su intervención la autoridad eclesial. Pero estas dificultades resultan siempre superables –cada vez existe más preparación y más buena voluntad en estas instancias- y el efecto final es que donde existen manifestaciones masivas de Semana Santa, y de otras intensa religiosidades populares, se produce una honda y fuerte connivencia con lo religioso que echan muchísimo de menos los emplazamientos en los que el laicismo galopante no encuentra estos elementos reductores.
No resulta fácil, por tanto, valorar qué y cuánto de religioso haya en la Semana Santa, pero sí me atrevo a afirmar –con modestia y sin rotundidad- que, en conjunto, son elementos positivos para la dinámica de la fe y para la misma realidad eclesial.
Por lo pronto habría que preguntar también qué y cuánto de religioso tienen una boda celebrada en la Iglesia, o una primera comunión, incluso una misa dominical, o cualesquieras otras celebraciones admitidas por todos como claramente religiosas. Una celebración pública es siempre un fenómenos muy complejo, que depende no sólo de sus contenidos internos sino también de la intencionalidad de las personas que en ella participan.
Los contenidos internos sí resulta claro que unos son más religiosos que otros, aunque dependiendo también desde la religión que se contemple el asunto. En la religión católica, la celebración de uno de los siete sacramentos son las manifestaciones oficiales de la Iglesia, con primacía sobre todas las restantes celebraciones eclesiales o paraeclesiales. Pero esto es decir muy poco, porque, sin acudir indebidamente al ex opere operato, una celebración oficial de la Iglesia puede estar vivida con más o menos conciencia, con más o menos participación, con más o menos unión con lo que en ese sacramento celebra de verdad la Iglesia.
En las celebraciones de la Semana Santa, las cosas aún están más confusas. Los Oficios, las celebraciones sacramentales de estos días, tienen obviamente unos contenidos religiosos más densos, aunque también estén dependientes del nivel de participación e identificación de los que asisten a ellos. La confusión mayor, con todo, proviene de las celebraciones multitudinarias de las Cofradías, de toda la amplía gama de las procesiones, con el amplísimo conjunto de elementos que constituyen la parafernalia de los desfiles procesionales: vestuarios (de las imágenes y de los acompañantes), músicas, luces, flores, estandartes, y toda la suntuosidad que rodea a las imágenes en sus tronos o pasos (la diferenciación terminológica y de estilos proveniente de la geografía es rigurosamente implacable).
¿Qué y cuánto de religioso hay en el rico y amplísimo entorno cofrade? Por lo pronto hay que contar con el emplazamiento, pues no es lo mismo la celebración semanasantera de Zamora, de Úbeda, de Sevilla, de Málaga… o de cualquiera de los mil sitios españoles donde hay en estos días celebraciones especiales. Formular una valoración de conjunto en una variedad tan extrema resulta sencillamente imposible, pues ni siquiera entre las celebraciones de una misma ciudad resultaría posible emitir unas opiniones unitarias.
Sí resulta oportuno señalar que en todas las celebraciones hay elementos muy religiosos y hay elementos nada religiosos, una solemne obviedad cuya afirmación no resulta sin embargo inútil. No cabe afirmar ni que todo es puramente religioso, ni que todo es descaradamente pagano o muy alejado de lo religioso. En todas las celebraciones, en todas las procesiones, hay acercamientos muy serios a lo hondamente emotivo e incluso a la convulsión religiosa auténtica, aunque haya también muchos huecos para la superficialidad, para los lucimientos o para conexiones muy superficiales de lo religioso. Esta diversidad tan amplia de manifestaciones produce la variedad tan extensa de acercamientos personales que se producen en la Semana Santa, desde las no escasas sinceras expresiones de fe y de religiosidad profunda hasta las tampoco escasas muestras de alejamiento religioso, mucho más cercanas al simple folklorismo, al mero colorismo externo, a la superficialidad y hasta sólo a la diversión, que a cualquier manifestación honda de religiosidad.
A pesar de esta tan variopinta y compleja realidad, estoy convencido que siempre es más lo positivo que lo negativo en estas manifestaciones masivas de religiosidad popular. Algo siempre queda y la catequesis monstruo que supone la imaginería nunca se puede negar. Los problemas existentes para el tratamiento eclesial de todo esto no son ni pocos ni fáciles, porque las Cofradías son poderosos enclaves de casi plena autonomía laical –un hecho en el fondo positivo, pero no raramente acompañado de disidencias, enfrentamientos y alguna vez rondando incluso lo inadecuado- donde no siempre tiene fácil su intervención la autoridad eclesial. Pero estas dificultades resultan siempre superables –cada vez existe más preparación y más buena voluntad en estas instancias- y el efecto final es que donde existen manifestaciones masivas de Semana Santa, y de otras intensa religiosidades populares, se produce una honda y fuerte connivencia con lo religioso que echan muchísimo de menos los emplazamientos en los que el laicismo galopante no encuentra estos elementos reductores.
No resulta fácil, por tanto, valorar qué y cuánto de religioso haya en la Semana Santa, pero sí me atrevo a afirmar –con modestia y sin rotundidad- que, en conjunto, son elementos positivos para la dinámica de la fe y para la misma realidad eclesial.