Apoteosis
El diccionario de la RAE la define como “ensalzamiento de una persona con grandes honores y alabanzas”, con sinónimos como “delirio, júbilo, frenesí, entusiasmo, enardecimiento, culminación, cúspide, homenaje o glorificación”.
Pero, por más que busquemos algo de eso en los relatos pascuales (y cuánto nos gustaría, la verdad…), nos es imposible encontrar ni rastro de semejantes exaltaciones, resplandores, centelleos o arrebatos.
A la hora de contar cómo conectaba el Resucitado con los suyos, lo que asombra es su discreta manera de hacerse próximo, de sorprenderles en sus trayectos habituales, de saludarles con el Shalom de cada día, de presentarse bajo las apariencias más comunes: un trabajador de parques y jardines, un transeúnte desinformado al que hay que poner al día de los últimos sucesos, un desconocido ocioso que pregunta desde la orilla qué tal va la pesca.
Todo reenvía a la vida ordinaria, a la Galilea de la cotidianidad más corriente y moliente pero iluminada ahora desde el interior por una secreta alegría. Lo definitivamente portentoso y extraordinario no es que diera de comer a cinco mil en el desierto, sino que preparara él mismo las brasas para que desayunaran los suyos. O que les preguntara otro día si les había sobrado algo del pez asado que acababan de comer. La maravilla no era haber hecho andar a un paralítico con la fuerza de su palabra, sino que Pedro, Juan y María de Magdala corrieran juntos a buscarle en la mañana de Pascua.
Vaya manera tan rara de ejercer la apoteosis.