Fe de erratas en "La Verdad los hará libres"
Se hará una fe de erratas en el 3er tomo de "La Verdad los hará libres" a partir de una crítica que hice.
Propongo otras erratas sobre varios temas que resuenan. Algunos de temas muy trascendentes, otros no tanto.
Otras, más que erratas supondrían o un cuarto tomo, o escuchar otras voces aquí silenciadas.
Otras, más que erratas supondrían o un cuarto tomo, o escuchar otras voces aquí silenciadas.
| Eduardo de la Serna Eduardo de la Serna
Fe de erratas en "La verdad los hará libres"
Eduardo de la Serna
Me acabo de enterar que, en la preparación del 3er y último tomo de La Verdad los hará libres habrá un espacio para una fe de erratas de lo ya publicado.
Quiero hacer una breve nota aclaratoria. Sabía hace años que en la facultad de teología estaban preparando un trabajo sobre la violencia y la Iglesia. Y sabía de algunos nombres que circulaban en el equipo de trabajo (y de nombres que estarían omitidos). Cuando se informa de la aparición del primer tomo, al momento pude ver el índice y la introducción. Ya había allí algunas cosas que me hacían ruido. Un par de días después, un diario de circulación nacional publicó el apartado dedicado a Carlos Mugica, el cual me dejó absolutamente insatisfecho. De Mugica se haría referencia en algunos otros apartados, otros autores, pero el especialmente dedicado a Mugica (pp. 125-128) me molestó. Viendo en el índice algunos nombres, le pedí a alguien que tenía el libro si me podía enviar los textos que hacían referencia a estos, cosa que hizo. Así fue que yo escribí un primer texto crítico. Aclaré que no había leído el libro, pero cuestioné lo que sí había leído, tanto en lo que se decía de Carlos Mugica, como lo que se decía de Pancho Soares como de Juan Isla Casares, mi primo. En todo el apartado de Mugica no se hace mención de la Triple A, pero sí varias veces de los Montoneros, y nada de la mala relación de Mugica con el arzobispo. De Pancho Soares no se hace referencia a la situación de injusticia que lo llevó a un compromiso cada vez más intenso y que, probablemente, haya sido el que le provocó la muerte. La comisión por la memoria Pancho Soares, a la que no se consultó, tiene bastantes más elementos que un mero “dicen” acerca de los responsables del crimen. De Juan, cuestioné, además, la inexactitud de varios datos. Fue curioso que, a pesar de la molestia de alguno de los editores con mis comentarios, reconocieran como cierto lo que dije tanto de Pancho como de Juan. Precisamente a partir de lo escrito sobre Juan, sé, se hará una “fe de erratas”. Es decir, yo fui criticado por cuestionar algo que no había leído, aunque me referí solamente a lo que sí había leído. Y, curiosamente, los que sí lo habían leído no notaron lo que yo noté.
Y ya que se hará una fe de erratas, me permito proponer otras varias (ahora que nadie podrá decir que no lo he leído). Y no me referiré a los numerosos errores de ortografía, o citas no precisas o excesivas repeticiones, que sólo podrán subsanarse en una eventual nueva edición. Pero, por ejemplo:
En las páginas dedicadas a Jalics y Yorio (pp. 606-630) afirman que “Seguiremos las fuentes que hemos considerado más directas, confiables y objetivas”. Probablemente sea más sensato poner “las fuentes con las que hemos estado de acuerdo”. En lo personal tengo una opinión muy diferente acerca de la seriedad de esas fuentes consultadas. Jalics por años conservaba la prueba del delito de sus perseguidores (p. 696) que luego quemó. Es evidente que para ambos (y para Luis Dourrón, el tercer sobreviviente) hubo responsables concretos, a los que ellos identificaban concretamente); nada de eso encontramos en el libro.
Si bien es cierto que un texto citado debe respetarse al pie de la letra, cuando Carmelo Giaquinta afirma que “le escribía un grupo de ochocientos sacerdotes latinoamericanos al Papa, ¡vaya uno a saber con cuantas firmas falsas!” (p. 756), bastaba con ver el tomo 1 del boletín Enlace del MSTM para ver allí el nombre completo de todos los firmantes con la aclaración: “el registro de las firmas puede consultarse en Zelada 4771, Capital Federal”, es decir, en la Parroquia San Francisco Solano, donde funcionaba el boletín.
Las referencias a Marcos Cirio (p. 577) parece desconocer la vida que él y su grupo llevaban. No es sensato hacer una lectura, por ejemplo, a su opción por la lucha armada y citar un texto donde nunca se vislumbra eso (la palabra “armas” no aparece).
Rosa María Casariego es presentada como catequista de la parroquia donde estaba Pancho Soares, (p. 459 nota 170) pero no lo era.
Creo otro error presentar como “prueba” de una actitud crítica con la dictadura las oportunidades en las que un obispo, o el nuncio, ayudaron a gente a salir del país. Fue bueno que lo hicieran, ciertamente, pero es bueno recordar que hasta mons. Tortolo recomendó sacar a alguien del país (p. 717) y lo mismo hizo mons. Medina (p. 851), ¡nada menos!
En la presentación de católicos pertenecientes a organismos de DDHH, falta, al menos brevemente, porque fueron mencionados en otras ocasiones, las referencias a Emilio Mignone y a Adolfo Pérez Esquivel. Que Mario Leonfanti sdb no sea sino mencionado “al pasar” por Enrique Pochat siendo uno de los gestores del MEDH (irónicamente es curioso que Leonfanti no aparece en el índice de nombres, pero sí aparece John Lennon) es por lo menos lamentable.
La referencia “Una cosa es distinguir entre ser actores de violencia política o inspiradores de la misma. Los consagrados fueron pocas veces actores. Fueron más fácilmente de lo deseado inspiradores: no tanto de la violencia, sino de la radicalidad en la entrega a Jesús y su Reino, a la justicia social, al estar del lado de los pobres, a una religiosidad que fuera del pueblo y no principalmente de las élites" (p. 578) resulta por lo menos grave, si no peor. A menos que los autores entiendan que el radicalismo evangélico al que nos invita Jesús fue inspirador de la violencia, en cuyo caso habría que entender todo el libro en otra clave.
Otra errata es, precisamente la fecha escogida como inicio de la violencia en Argentina. Faltando un serio análisis de todo lo que la violencia es o significa, no hay referencias a la injusticia social y la prescripción política como causante importante de la violencia. Ciertamente la violencia política en Argentina debe, por lo menos, remontarse a 1955, o 1953.
En el tomo II se dedica un buen espacio al nuncio Pio Laghi. Su presencia o no en un centro clandestino de detención en Tucumán fue tema de debate. A modo de rescate de su persona se cita un texto que se atribuye a Emilio Mignone y que él nunca pronunció, sino que fue un texto de un periodista. Bastaba con leer Iglesia y dictadura (1986, p. 89; 2006, p. 85) para constatarlo. Una fe de erratas debería corregir una atribución, a la persona más importante en la lucha por los DDHH de la Argentina, de algo que él nunca dijo ni pensó.
Se omite también la aclaración del Episcopado al recibir Pérez Esquivel el Premio nobel de la Paz de que el “Servicio Paz y Justicia” no tenía relación con la Comisión Justicia y Paz de la Iglesia [AICA 30 octubre 1980, p. 5 (boletín 1244/5)].
Valgan estas, y podría aportar muchas más, insinuaciones de erratas oportunas. Al cumplirse un año del comienzo de la dictadura genocida, en su importantísima “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, Rodolfo Walsh finaliza diciendo, entre otras cosas que la escribe “sin esperanza de ser escuchado”. Lamentablemente no es muy distinta mi sensación al hacer aportes críticos ante una obra tan publicitada, pero aquello de hablar “a tiempo y a destiempo” me resuena en el oído con mucha frecuencia. Y no quisiera escuchar el reproche – como Ezequiel – por no haber hablado cuando debía hacerlo (3,17-21); prefiero hablar en conciencia “escuchen o no escuchen” (2,5.7; 3,11).
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