Testimonios para la Jornada Pro Oratibus ¿Por qué somos monjas contemplativas?
Somos monjas contemplativas porque tenemos esperanza. Una esperanza objetiva, arraigada en la propia experiencia, que se nutre de la memoria de la salvación. Una esperanza terca e inquebrantable, adherida como la hiedra a cada minúscula grieta, a cada aspereza, a cada pequeño o gran vacío de nuestra existencia. Una esperanza viva que es capaz de elevarse del suelo buscando la luz, capaz de sostenerse sobre sus minúsculas y numerosas raíces aéreas, capaz de crecer casi en cualquier sitio y en cualquier circunstancia
«El secreto del desierto es que esconde un pozo», decía el Principito. La vida contemplativa está llamada a generar esperanza para el mundo no porque posea la exclusiva de dicha fuente, sino porque la conoce y bebe de ella. Por eso puede, y debe, mostrar el camino al mundo. «Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero» (Is 55,1). La vida contemplativa está llamada a ser la memoria en el mundo de que hay agua para todos los sedientos, aceite para todas las lámparas, esperanza para todos
| Hermana Patricia Noya. Carmelita descalza Monasterio de la Sagrada Familia (Hondarribia, Gipuzkoa)
(CEE).- Esta tarde me he sentado a escribir sobre la esperanza. Creía que sería más fácil, porque ¿acaso no es la esperanza mi hábitat, la tierra cálida de donde mana mi contemplación? Debería ser natural para una monja contemplativa hablar de la esperanza, pero yo quería o creía que debía decir tantas cosas que se me han pasado las horas en una especie de estupor, incrédula ante mi propia torpeza. Todos los comienzos grandes y profundos que se me ocurrían iban estallando como pompas de jabón a medida que se formaban en mi mente.
Ah, pequeña y dulce esperanza, qué tonta he sido. Tantos años sosteniéndome, y aún no he aprendido a reconocerte. ¡A veces eres tan diminuta, tan transparente! «Escribe sobre la esperanza» me han dicho, y sin darme cuenta he ido a buscarte a mi cabeza, a los libros, a la doctrina. Y sí, allí estabas, pero tan envuelta en conceptos que casi no te reconozco, y he tenido que recorrer un arduo camino para llegar más dentro y encontrarte al fin, risueña y amable, sofocando tu risa de niña.
Así, ¿qué decir de la esperanza? Ella no alumbra como la fe, no arde como la caridad; pero brilla inextinguible en los límites, citándonos en los ángulos muertos de nuestra existencia, retándonos a encontrarla debajo de nuestros deseos, a desenterrarla de los escombros de nuestros proyectos.
La que se queda cuando todos se han ido
La esperanza es la que se queda cuando todos se han ido: por eso habita en nuestros monasterios, porque, como nosotras, no se deja arrastrar por la corriente. Como nuestra propia vida, la esperanza es a veces anacrónica, incomprensible, irracional. También como nuestra propia vida, a menudo pasa desapercibida. La humilde esperanza se amolda y enraíza en nuestros ritmos, pequeña y adaptable, acomodándose en los pliegues de nuestra cotidianeidad, alimentándose de cada pequeño ges- to, de cada pequeña oración, de cada diminuto o invisible acto de amor.
Somos monjas contemplativas porque tenemos esperanza. Una esperanza objetiva, arraigada en la propia experiencia, que se nutre de la memoria de la salvación. Una esperanza terca e inquebrantable, adherida como la hiedra a cada minúscula grieta, a cada aspereza, a cada pequeño o gran vacío de nuestra existencia. Una esperanza viva que es capaz de elevarse del suelo buscando la luz, capaz de sostenerse sobre sus minúsculas y numerosas raíces aéreas, capaz de crecer casi en cualquier sitio y en cualquier circunstancia.
Somos contemplativas porque tenemos esperanza, sí, y tenemos esperanza porque la propia contemplación nos da motivos para ello. La oración es el lugar primero donde aprendemos la esperanza, en la búsqueda incansable del Dios vivo. En la oración nuestras raíces escarban en el misterio mismo de Dios y se nutren de la contemplación de Cristo adhiriéndose a él, parasitarias de su encarnación. La oración alimenta el deseo y ensancha el corazón, porque la esperanza requiere corazones ensanchados. Oh, sí, ella es pequeña, apenas una niña en la dulce descripción de Charles Péguy. Pero necesita hacerse sitio, abrirse paso en nuestra estrechura para crear en nosotras un hogar amplio y confortable donde pueda refugiarse la humanidad entera.
Nunca camina sola
¿No lo había dicho todavía? La esperanza nunca camina sola, ella se hace un lugar en el interior de unos pocos para abrazar desde allí a todos. La esperanza anida en pequeños corazones que laten en pequeñas comunidades, para desde allí extenderse y adherirse a cada soledad, a cada canto rodado y a cada verso suelto, haciéndolos brillar uno por uno tan suyos, tan distintos, y ensamblándolos entre sí y consigo con amorosa ferocidad. La pequeña esperanza transforma por la fuerza de la gracia a los individuos en personas y a estas en pueblo de Dios, trasunto de la Jerusalén celeste, resplandeciente en su unidad.
¿Se entiende ahora por qué la esperanza es tan nuestra, tan amiga y compañera de nuestra contemplación? Ay, temo que no se entienda, ¡lo hemos explicado siempre tan mal! Por eso aún queda mucha gente que cree que quienes habitamos los monasterios lo hacemos por huir del mundo en el peor de los sentidos, a saber: eludiendo nuestra responsabilidad con la humanidad, dejando fuera —qué ilusas— el dolor y la oscuridad que forman parte de ella, y lo peor de todo, dando la espalda a la búsqueda permanente de sentido de nuestros semejantes, en aras de una salvación burbuja que solo nos beneficia a nosotras. ¡Qué terrible error! Porque nuestra esperanza es siempre y esencialmente esperanza para otros, y solo así será realmente esperanza también para nosotras.
Y sin embargo, ¿es posible que algunas de nosotras viniéramos por eso al monasterio? ¿A refugiarnos tras las rejas, a perdernos por los claustros, a escondernos bajo nuestros hábitos? ¿Incluso —Dios no lo permita— a diluirnos y desdibujarnos en la suave cadencia de la oración litúrgica?
Vale, seamos sinceras, es muy posible que más de una viniera a la vida contemplativa buscando a Dios, pero también huyendo del peso de la propia vida. Si fue así, para ahora ya hemos averiguado que no se puede. La vida en el monasterio es un desierto hermoso y terrible donde no hay lugar para esconderse, porque ni en el más oscuro rincón del coro podremos evitar que la gracia nos alcance. Y la gracia, lo sabemos, es tan impredecible como desestabilizadora: ¡ah, cómo nos descoloca el amor, cómo nos interpela la fe! Pero es la esperanza la que primero nos encuentra, ¡es tan pequeña, tan sabia! No puede dejarnos en paz, no sabe hacerlo; ella recorre la tierra día y noche como un halcón, avistando has-ta la última y más pequeña de las esperanzas que siguen brotando en los corazones de los hombres y mujeres. Ella las cosecha todas y nos las trae, palpitantes aún, para que las guardemos en el corazón de Dios, pues ¿cómo, si no, tan frágiles, podrían subsistir?
Esa esperanza que acogemos y alimentamos, que es más vuestra que nuestra y que «alcanza cuanto espera», ilumina el futuro, trayéndolo al presente. El contenido de nuestra esperanza es la buena noticia de Jesucristo, que no es solo un mensaje informativo, sino que comporta hechos y transforma la vida. Quien tiene esperanza vive una vida nueva, y la irradia incluso sin proponérselo. «¿Quién nos separará del amor de Dios?», nos interpela Pablo en la carta a los Romanos. Y la fe en este amor se materializa siempre en una esperanza concreta: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,38-39).
"Unas flipadas"
«Unas flipadas, eso es lo que sois. Deberíais preocuparos un poco más y prestar atención a las señales que hablan de disminución, crisis, envejecimiento, desaparición». ¿Flipadas? Claro que sí, del todo. Somos las descendientes de Habacuc, que exultan en el Señor mientras los campos dejan de dar cosechas y se acaban las ovejas en el redil. Somos las hermanas pequeñas de las vírgenes prudentes, que esperan tener suficiente fe y amor para mantener encendidas las lámparas de todas y que nadie quede fuera del banquete. Somos las hijas y herederas de María Magdalena, Clara, Hildegarda, Teresa, Beatriz, Juliana, Catalina y tantas otras locas inmensas, empeñadas en vivir creyendo que todo acabará bien y finalmente todo, absolutamente todo, acabará bien. Así que ¿para qué gastar tiempo y energías en mirarnos a nosotras mismas, pudiendo mirar a Dios?, y ¿cómo podremos mirar a Dios si no es a través de nuestros hermanos y hermanas, particularmente de los que más sufren? «Estase ardiendo el mundo», diría santa Teresa. No es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia, es tiempo de aventurar la vida, de jugárnoslo todo a la esperanza.
«El secreto del desierto es que esconde un pozo», decía el Principito. La vida contemplativa está llamada a generar esperanza para el mundo no porque posea la exclusiva de dicha fuente, sino porque la conoce y bebe de ella. Por eso puede, y debe, mostrar el camino al mundo. «Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero» (Is 55,1). La vida contemplativa está llamada a ser la memoria en el mundo de que hay agua para todos los sedientos, aceite para todas las lámparas, esperanza para todos.
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