El legado de Medellín con Mons. Romero para la santidad en tiempos de crisis
A nadie se le esconde que, en el mundo y en la iglesia, estamos sufriendo una época de crisis con escándalos, abusos, crímenes e ideologías que pervierten la realidad de lo humano y de la fe. Frente a ello, no podemos desanimarnos ni dejar que siga toda esta crisis, que va en contra de la entraña de la persona y del Evangelio. Tal como nos transmite la fe católica. Al Papa Francisco le gusta repetir la frase memorable de Léon Bloy, significativo escritor. “Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy, que en los últimos momentos de su vida decía: «existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los demás” (Francisco, Audiencia Miércoles 2 de octubre de 2013).
Efectivamente, la renovación del mundo y de la iglesia siempre se ha realizado por medio de esta vida de santidad. Han sido estos santos los que, en la historia e iglesia, han contribuido a las auténticas reformas que se necesitan en la realidad. Y, como nos muestran ellos mismos y la historia, esta vida de santidad se ha asentado sobre los pilares de la espiritualidad de encarnación, de conversión y de amor fiel: a Dios en Jesucristo; a la iglesia con su misión; y a los pobres como iglesia pobre. Así ha sido desde los Santos Padres de la Iglesia con San Agustín, pasando por el movimiento mendicante con Francisco o Domingo y Santo Tomás de Aquino, los maestros espirituales modernos como San Teresa, Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola. Hasta llegar a testimonios actuales como Foucauld, Milani, Mounier, Rovirosa o Mons. Romero.
El Concilio Vaticano II reafirmó, como clave de bóveda en la vida y camino de la iglesia, esta vocación universal a la santidad, efectuada en el seguimiento de Jesús al servicio del Reino de Dios. El Reino y su Gracia que nos santifica, que nos da el don de la vida, del amor fraterno, la solidaridad, la justicia liberadora con los pobres de la tierra y la paz que culminan en la vida plena y eterna. Una de las actualizaciones más relevantes que, en nuestra época, se hizo de la vida de santidad y del Vaticano II fue en Medellín, en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Y justo ahora estamos celebrando el 50 aniversario de Medellín, por ejemplo, con diversos congresos, jornadas, seminarios, etc. En donde, como ya apuntamos, se pone a Mons. Romero como símbolo de todo este espíritu de santidad y fe liberadora en el amor a Jesús, a la iglesia y a los pobres como sujetos de su promoción y liberación integral. Tal como, asimismo, nos está transmitiendo y testimoniando el querido Papa Francisco, sucesor de Pedro.
De esta forma, Mons. Romero nos enseña que “Dios es el Dios de Jesucristo. El Dios de los cristianos no tiene que ser otro, es el Dios de Jesucristo, el que se identificó con los pobres, el que dio su vida por los demás. El Dios que mandó a su Hijo Jesucristo a tomar una preferencia, sin ambigüedades, por los pobres. Sin despreciar a los otros, los llamó a todos al campo de los pobres para poderse hacer iguales a él. Nadie está condenado en vida; sólo aquel que rechaza el llamamiento del Cristo pobre y humilde y prefiere más las idolatrías de su riqueza y de su poder” (Homilía 27-05-1979). Monseñor Romero nos enseña que debemos ser verdaderos seguidores de Jesús, que “es el único y verdadero artífice de la liberación…No hay más que un Liberador: Cristo Jesús, fuente de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo” (Homilía 28-08-1977).
Otra clave de Mons. Romero, como diría San Ignacio, fue su “sentir con la iglesia”. “Una Iglesia auténticamente pobre, misionera y PASCUAL desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Medellín, Pobreza, 15). “La Iglesia no se apoya en ningún poder, en ningún dinero. Hoy la Iglesia es pobre. Hoy la Iglesia sabe que los poderosos la rechazan, pero que la aman los que sienten en Dios su confianza…Esta es la Iglesia que yo quiero. Una Iglesia que no cuente con los privilegios y las valías de las cosas de la tierra. Una Iglesia cada vez más desligada de las cosas terrenas, humanas, para poderlas juzgar con mayor libertad desde su perspectiva del Evangelio, desde su pobreza” (Homilía 28-08-1977).
Es esa iglesia que sirve al Dios de la vida, de los pobres, de la paz y de la no violencia. Esta trascendencia de la vida que es “algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano; porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz” (Homilía 16-03-1980). Es la iglesia que se santifica en toda esta conversión misionera, pastoral, ecológica e integral con una bioética global. En la defensa de la vida en todas sus fases, desde el inicio con la fecundación y el niño por nacer (Homilía 18-03-1979), en todas sus formas y dimensiones. Con la justicia social-global con los pobres de la tierra y ambiental con toda la naturaleza que hay que cuidar, en esa esperanza de la acción liberadora de toda la creación y cósmica que trae Dios en Cristo (Homilía 11-12-1977; Homilía 11-3-1979). En la protección de los matrimonios y familias con un amor fiel entre el hombre, la mujer y sus hijos que fecundan la vida y el bien común (Homilía 6-11-1977; Homilía 18-3-1979).
Una iglesia en salida hacia las periferias y profética con “una verdadera conversión cristiana, que hoy tiene que descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas. ¿Por qué sólo hay ingreso para el pobre campesino en la temporada del café, del algodón y de la caña? ¿Por qué esta sociedad necesita tener campesinos sin trabajo, obreros mal pagados, gente sin salario justo? Estos mecanismos se deben descubrir, no como quien estudia sociología o economía, sino como cristianos, para no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez más gente pobre, marginados, indigentes” (Homilía 16-12-1979). Es una iglesia que no vive en la pasividad, tibieza y mediocridad ante el mal e injusticia que padecen los pueblos y los pobres, ante los retos o problemas que sufre la humanidad y sus anhelos de vida, esperanza, justicia y libertad.
En el seguimiento de Jesús, es la iglesia misionera y profética que anuncia el Reino de Dios que trae la vida, la paz y la justicia con los pobres de la tierra, que denuncia a los ídolos de la riqueza-ser rico, del capital, de la propiedad, del poder y de la violencia. “Este es el gran mal: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, se quema!” (Homilía 12-8-1979). Toda esta vida de santidad, honradez, madurez y coherencia, al igual que nos muestra Francisco, es la que podrá liberar al mundo y a la iglesia de toda esta crisis, corrupción y mal que tanto daño están haciendo hoy en día; e impide caer en el abuso, las patologías de todo tipo, la depravación, la maldad, la mundanidad espiritual y la existencia mediocre-tibia que es vomitada por Dios (Ap 3, 16).
Efectivamente, la renovación del mundo y de la iglesia siempre se ha realizado por medio de esta vida de santidad. Han sido estos santos los que, en la historia e iglesia, han contribuido a las auténticas reformas que se necesitan en la realidad. Y, como nos muestran ellos mismos y la historia, esta vida de santidad se ha asentado sobre los pilares de la espiritualidad de encarnación, de conversión y de amor fiel: a Dios en Jesucristo; a la iglesia con su misión; y a los pobres como iglesia pobre. Así ha sido desde los Santos Padres de la Iglesia con San Agustín, pasando por el movimiento mendicante con Francisco o Domingo y Santo Tomás de Aquino, los maestros espirituales modernos como San Teresa, Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola. Hasta llegar a testimonios actuales como Foucauld, Milani, Mounier, Rovirosa o Mons. Romero.
El Concilio Vaticano II reafirmó, como clave de bóveda en la vida y camino de la iglesia, esta vocación universal a la santidad, efectuada en el seguimiento de Jesús al servicio del Reino de Dios. El Reino y su Gracia que nos santifica, que nos da el don de la vida, del amor fraterno, la solidaridad, la justicia liberadora con los pobres de la tierra y la paz que culminan en la vida plena y eterna. Una de las actualizaciones más relevantes que, en nuestra época, se hizo de la vida de santidad y del Vaticano II fue en Medellín, en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Y justo ahora estamos celebrando el 50 aniversario de Medellín, por ejemplo, con diversos congresos, jornadas, seminarios, etc. En donde, como ya apuntamos, se pone a Mons. Romero como símbolo de todo este espíritu de santidad y fe liberadora en el amor a Jesús, a la iglesia y a los pobres como sujetos de su promoción y liberación integral. Tal como, asimismo, nos está transmitiendo y testimoniando el querido Papa Francisco, sucesor de Pedro.
De esta forma, Mons. Romero nos enseña que “Dios es el Dios de Jesucristo. El Dios de los cristianos no tiene que ser otro, es el Dios de Jesucristo, el que se identificó con los pobres, el que dio su vida por los demás. El Dios que mandó a su Hijo Jesucristo a tomar una preferencia, sin ambigüedades, por los pobres. Sin despreciar a los otros, los llamó a todos al campo de los pobres para poderse hacer iguales a él. Nadie está condenado en vida; sólo aquel que rechaza el llamamiento del Cristo pobre y humilde y prefiere más las idolatrías de su riqueza y de su poder” (Homilía 27-05-1979). Monseñor Romero nos enseña que debemos ser verdaderos seguidores de Jesús, que “es el único y verdadero artífice de la liberación…No hay más que un Liberador: Cristo Jesús, fuente de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo” (Homilía 28-08-1977).
Otra clave de Mons. Romero, como diría San Ignacio, fue su “sentir con la iglesia”. “Una Iglesia auténticamente pobre, misionera y PASCUAL desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Medellín, Pobreza, 15). “La Iglesia no se apoya en ningún poder, en ningún dinero. Hoy la Iglesia es pobre. Hoy la Iglesia sabe que los poderosos la rechazan, pero que la aman los que sienten en Dios su confianza…Esta es la Iglesia que yo quiero. Una Iglesia que no cuente con los privilegios y las valías de las cosas de la tierra. Una Iglesia cada vez más desligada de las cosas terrenas, humanas, para poderlas juzgar con mayor libertad desde su perspectiva del Evangelio, desde su pobreza” (Homilía 28-08-1977).
Es esa iglesia que sirve al Dios de la vida, de los pobres, de la paz y de la no violencia. Esta trascendencia de la vida que es “algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano; porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz” (Homilía 16-03-1980). Es la iglesia que se santifica en toda esta conversión misionera, pastoral, ecológica e integral con una bioética global. En la defensa de la vida en todas sus fases, desde el inicio con la fecundación y el niño por nacer (Homilía 18-03-1979), en todas sus formas y dimensiones. Con la justicia social-global con los pobres de la tierra y ambiental con toda la naturaleza que hay que cuidar, en esa esperanza de la acción liberadora de toda la creación y cósmica que trae Dios en Cristo (Homilía 11-12-1977; Homilía 11-3-1979). En la protección de los matrimonios y familias con un amor fiel entre el hombre, la mujer y sus hijos que fecundan la vida y el bien común (Homilía 6-11-1977; Homilía 18-3-1979).
Una iglesia en salida hacia las periferias y profética con “una verdadera conversión cristiana, que hoy tiene que descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas. ¿Por qué sólo hay ingreso para el pobre campesino en la temporada del café, del algodón y de la caña? ¿Por qué esta sociedad necesita tener campesinos sin trabajo, obreros mal pagados, gente sin salario justo? Estos mecanismos se deben descubrir, no como quien estudia sociología o economía, sino como cristianos, para no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez más gente pobre, marginados, indigentes” (Homilía 16-12-1979). Es una iglesia que no vive en la pasividad, tibieza y mediocridad ante el mal e injusticia que padecen los pueblos y los pobres, ante los retos o problemas que sufre la humanidad y sus anhelos de vida, esperanza, justicia y libertad.
En el seguimiento de Jesús, es la iglesia misionera y profética que anuncia el Reino de Dios que trae la vida, la paz y la justicia con los pobres de la tierra, que denuncia a los ídolos de la riqueza-ser rico, del capital, de la propiedad, del poder y de la violencia. “Este es el gran mal: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, se quema!” (Homilía 12-8-1979). Toda esta vida de santidad, honradez, madurez y coherencia, al igual que nos muestra Francisco, es la que podrá liberar al mundo y a la iglesia de toda esta crisis, corrupción y mal que tanto daño están haciendo hoy en día; e impide caer en el abuso, las patologías de todo tipo, la depravación, la maldad, la mundanidad espiritual y la existencia mediocre-tibia que es vomitada por Dios (Ap 3, 16).