Pensamiento social, ética y pecado ecológico
Recientemente, en audiencia a los participantes del 20º Congreso Mundial de la Asociación Internacional de Derecho Penal, el Papa Francisco ha reconocido la importancia de la categoría “pecado ecológico”. Tal como nos transmite el Documento Final del Sínodo de la Amazonia (DF 82), con los Obispos allí reunidos, Francisco nos muestra el significado del pecado ecológico: “una acción u omisión contra Dios, contra el prójimo, la comunidad y el medio ambiente; un pecado contra las generaciones futuras, que se manifiesta en actos y hábitos de contaminación o de destrucción de la armonía del medio ambiente, en transgresiones contra los principios de interdependencia y en la ruptura de las redes de solidaridad entre las criaturas”.
Dicho número y texto del Sínodo, citado por el Papa, remite al Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 340-344), que nos enseña toda esta “ecoteología,” tal como la ha desarrollado Francisco en Laudato Si (LS), como clave constitutiva del “Credo de la fe” en el Dios Creador del cielo y de la tierra. Es la ecología integral en la inter-relación de todo lo creado por la Gracia del Amor de Dios en la comunión del ser humano con la naturaleza, con todo el cosmos y el Dios de la vida que habita el universo. Dios en Cristo está presente en el mundo y en la humanidad, sosteniendo todo con su Gracia, amor y vida. Por todo ello, ante este pecado ecológico, la responsabilidad teologal y ética de “respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas, que desprecie al Creador y acarree consecuencias nefastas para los hombres y para su ambiente” (CIC 339).
De esta forma, la fe y la enseñanza de la iglesia nos hacen ver claramente este pecado ecológico que atenta contra la naturaleza y creación de Dios, contra su obra de amor, en contra de la vida de los seres humanos con sus futuras generaciones y (en especial) de los pobres: que no pueden subsistir y son tan dañados sin un ambiente sostenible en esta ecología integral. En este sentido, sigue afirmando Francisco en dicha audiencia, se comete un “«ecocidio» con la pérdida, daño o destrucción de ecosistemas en un territorio determinado, de modo que su disfrute por parte de los habitantes se haya visto o pueda verse gravemente afectado. Un crimen contra la paz, que debería ser reconocida como tal por la comunidad internacional”.
Como se puede observar, la ecología integral está conformada por una bioética global en el respeto y cuidado de la vida en todas sus fases, dimensiones y formas con la justicia socio-ambiental ante el grito de los pobres de la tierra, de las víctimas de la historia y del clamor de la tierra. Toda esta bioética global y ecología integral frente al pecado ecológico, socio-ambiental y estructural ya lo enseña San Juan Pablo II en Evangelium Vitae (EV).
“La violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales. La violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo. La siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida…Las amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo! Estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos” (San Juan Pablo II, EV 10, 12).
De ahí que el pecado ecológico forme parte constitutivamente del "pecado del mundo" (Jn 1,29), es un pecado social, estructural, institucional e histórico, esas "estructuras (sociales, políticas e internacionales) de pecado" con sus males, injusticias y opresiones. Esos "mecanismos perversos" que dañan la vida y dignidad de la persona. Así lo enseña San Juan Pablo II en su magisterio (RP y SRS). “La Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior” (San Juan Pablo II, RP 16).
Junto a lo más valioso de la filosofía y del pensamiento social o de las ciencias humanas, la fe e iglesia con su tradición-magisterio nos enseñan la inherente naturaleza social y política del ser humano. La persona es en su misma esencia un ser comunitario, sociable e institucional, que se encuentra en una inter-relación inseparable con los otros, con el ambiente, el mundo e historia. La gracia y pecado personal cristalizan en estas estructuras sociales e históricas de gracia o pecado (estructural) que, a su vez debido a dicha condición social y ambiental de la persona, afectan e influyen en lo seres humanos generando más gracia o pecado, mal e injusticia en el mundo y la humanidad. Sin esta visión de la persona y de la realidad, más global e integral, no se llega bien a comprender bien lo real y el mundo.
“Hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar. Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe hablar de «estructuras de pecado», las cuales —como ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia— se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación. Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres. “Pecado» y «estructuras de pecado», son categorías que no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan” (San Juan Pablo II, SR 36).
En esta línea, Francisco afirma “así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes” (Francisco, EG 59).
Por tanto, como ya nos muestra el Papa San Juan Pablo II (SRS 39-40), la Gracia desde la entraña de la fe, con la vida de amor en la fraternidad solidaria y el inherente compromiso por la justicia, nos lleva a la necesidad de resolver estas “causas estructurales” del mal e injusticia “que no pueden esperar; no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales” (Francisco, EG 202-204).
La fe se realiza en esta imprescindible dimensión social y publica del amor, la “caridad política” que promueve la justicia, el bien común y la civilización del amor. Tal como nos lo enseña la iglesia con los Papas, ya desde Pio XI hasta llegar a Benedicto XVI: “la justicia es «inseparable de la caridad, intrínseca a ella…Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis” (Benedicto XVI, CV 6-7).
Es la “conversión ecológica”, a la que ya nos llama San Juan Pablo II y actualmente Francisco, con ese “amor civil y político, que se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas». Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una «civilización del amor». El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción». En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica” (Francisco, LS 231).
Esta conversión con su espiritualidad ecológica se funda en la entraña y modelo de lo real, el Dios Trinidad, Misterio de comunión, amor y solidaridad. “La persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad” (Francisco, LS 240). Siguiendo a Jesús en el Espíritu, es una conversión personal y transformación global desde el Reino de Dios con su justicia, para liberarnos integralmente de todo este pecado personal, estructural y ecológico que destruye la vida, la dignidad y creación, don de Dios. “La Gloria de Dios es que el hombre y el pobre vivan, con esta vida de comunión con Dios”, como nos dicen S. Ireneo y Mons. Romero respectivamente, que culmina en la belleza de la eternidad.