«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11, 25-30)
El Evangelio exalta a los pequeños, humildes, limpios de corazón. A ellos se les revela, más que a otros, el Evangelio, y ellos son los sacramentos vivos de Jesucristo resucitado.
El día que celebramos a santa Catalina, el 29 de abril, quien con santa Brígida y Santa Teresa Benedicta, junto con san Benito y los santos Cirilo y Metodio, han sido proclamados intercesores y patrono de nuestro continente, la Iglesia nos recuerda que el conocimiento creyente y amoroso de Jesucristo no nos viene por el afán dominativo del entendimiento, sino por la gracia y por la humildad.
Recordemos siempre que la verdadera grandeza reside en la humildad y en la entrega desinteresada al servicio de los demás. Los que entregan su vida en servicio a los demás, a la manera del Maestro, serán los señores; los humildes serán enaltecidos; los que arriesgan la vida por el Evangelio, la ganan.
Sé que es fácil escribir sobre los últimos, pero todos tenemos la invitación a reconocernos necesitados de la gracia.