“Pedro, volviéndose, vio que les seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y este, ¿qué?». Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme»” (Jn 21, 20-22).
El seguimiento de Jesús no es a fuerza de brazos, sino por el don de saberse llamado por Él y con la fortaleza que el Espíritu concede a los que siguen el camino del Evangelio. De nuestro natural es mirar a los lados, de sentir quizá agravio comparativo según la suerte de otros, pero por gracia, nuestros ojos están puestos en el Señor, y como dice Santa Teresa: “con tan buen capitán, que se puso el primero en el padecer, todo se puede sufrir, es amigo verdadero” (Vida 22, 6).
Como en tantos otros casos, hay que interpretar las palabras bíblicas desde la misma Biblia, y en este caso, la fortaleza no significa ser torreones, sino por el contrario, sabernos débiles, pues como dice el apóstol: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12, 10). “Mi fuerza y mi poder es el Señor, Él es mi salvación”.
“Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.”
¿Te sientes débil o fuerte en el sentido de las Escrituras?