El tan sacralizado celibato viene a desplazar al matrimonio y, como consecuencia, a infravalorar la familia DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS

El “mal” es de raíz: se encuentra en la oposición entre el sacramento del orden y el sacramento del matrimonio

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Se atribuye a Mark Twain (seudónimo de Samuel Langhorne -1835-1910-, escritor, orador y humorista estadounidense) el dicho: “La Historia no se repite; sucede que a veces rima”. Y efectivamente, esto ha ocurrido con el caso McCarrick. Ha vuelto a poner a la vista los polvos escondidos bajo las alfombras vaticanas. La pederastia clerical se vuelve a revelar como estrepitosa  resonancia del celibato obligatorio.

De aquellos polvos: El celibato ni fue impuesto por Jesús ni los apóstoles eran célibes ni en la Iglesia primitiva existía tal  prescripción para ejercer los diversos ministerios. Sabemos por san Pablo que los apóstoles, incluido Pedro, vivían con sus esposas cristianas (1Cor 9,5). Pero la Iglesia, enfrentándose a la práctica de las primeras comunidades, sacraliza (ordenación “in sacris”) a ciertas personas encumbrándolas sobre el resto de la comunidad. Impugnando al evangelio, ha defendido a ultranza la disciplina de la castidad como manifestación integrante del "carisma" sacerdotal. Encarándose a la doctrina apostólica, antepone el Derecho canónico al propio Evangelio. La estructura totalitario-autoritaria de la Iglesia exige un clero “segregado” del resto de los creyentes, dominante respecto a los fieles y, a la vez, controlado él mismo por la jerarquía que impunemente impone sus normas (¿hormas?).

Ya en el concilio de Nicea, ante la propuesta de algunos que querían imponer la continencia matrimonial a los clérigos, el obispo Pafnucio se alzó en contra  de esta propuesta que “supone un yugo pesado”, elevando la “dignidad del acto matrimonial”. Sin embargo, el narcisismo de la Iglesia, que observa a sus sacerdotes con anteojos espirituales y antiparras umbilicales, ha llegado a proclamar desde las más altas esferas (¿estratosfera?) que “la santa virginidad es más excelente que el matrimonio” (Pío XII: Sacra Virginitas). No obstante, se reconoce, en paradójica incoherencia, que la virginidad no es exigida por la naturaleza del sacerdocio, porque está bien claro que “Jesús mismo no puso esa condición previa en la elección de los doce. Como tampoco los apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (1Tim 3,2-5; Tit 1,5-6)” (Pablo VI, Sacerd. Caelib, 5). Da la sensación de que la doctrina está por encima de la persona, contradiciendo al Evangelio.

El sexo ha sido y sigue siendo un inmenso quebradero de cabeza para la Iglesia católica. Personalmente  considero que el “mal” es de raíz, y  se encuentra en la oposición que se hace y se insiste en hacer, entre el sacramento del orden y el sacramento del matrimonio. El tan sacralizado celibato viene a desplazar al matrimonio y, como consecuencia, a infravalorar la familia. Este enfrentamiento ensalza al sacerdocio por encima del matrimonio, hasta el punto de relegar, excluir y humillar a los sacerdotes que, con entera y responsable libertad, optan por la vida matrimonial. El celibato no es un sacramento. Lo natural y lo “revelado” es, primordialmente, el matrimonio. Existe un flagrante falseamiento de la historia del celibato a favor de una acomodadiza teología dogmática con la inflexible disciplina, totalitaria, regresiva y narcisista de la Iglesia. Una ley puramente eclesiástica ha suplantado lamentablemente a un sagrado “sacramento”. Psicológicamente, el celibato impuesto es signo de dominio sobre las personas. Por eso puede llegar a deshumanizar. El celibato no vocacional contradice a la naturaleza y suele ir acompañado de serios problemas que llegan a vulnerar la dignidad del individuo y, sobre todo, su conciencia.

Vienen estos lodos. Todavía colean en medios periodísticos ecos y procesos sobre los abusos de clérigos  a menores y el correspondiente encubrimiento de la jerarquía. Ni faltan comentarios sobre embarazos de religiosas forzadas por la prepotencia y el dominio clerical sobre las personas. Ha quedado de manifiesto que, en la Iglesia, el abuso sexual ha constituido una práctica generalizada, institucionalizada. La deflagración de la pederastia clerical le ha estallado bruscamente a Francisco y ha provocado una de las peores crisis de coherencia y de credibilidad en la Iglesia. Se ha escrito que al Papa le cambió la cara al leer el informe del caso McCarrick. Informe en el que se admite la mala praxis del entramado eclesial, que no supo, o no quiso, ver la actuación de este depredador que, como muchos otros, alcanzó grandes cotas de poder en la Iglesia. Es atrozmente doloroso  y profundamente lamentable que, desde curas hasta obispos y cardenales, haya tenido lugar una depravación tan grave, precisamente perpetrada contra personas inocentes e indefensas: niños y adolescentes.

Y ahí quedan los datos. Una Iglesia enlodada en medio de un entramado inextricable rodeado de una impunidad total en sus actividades y la absoluta tolerancia y encubrimiento de sus complicidades e implicaciones en las redes de corrupción. Parece que el abuso a niños ha constituido una práctica generalizada, institucionalizada. Pederastia a nivel industrial. Los abusos sexuales a menores se barrieron debajo de la alfombra. Y la resistencia a cualquier investigación externa fue algo generalizado y extendido. Y ahí están los hechos y las actitudes: Silencio, encubrimiento, negacionismo, insensibilidad, negligencia, despreocupación, irresponsabilidad, impunidad… En la Iglesia la tentación de proteger el aura de la casta consagrada ha sido y es demasiado indescriptible. El supuesto prestigio de la Iglesia ha pesado más que la inocencia pisoteada de niños y jóvenes. Indignación, rabia, impotencia.

Y sin embargo, contra todo pronóstico, el celibato obligatorio sigue aún vigente, sine die.

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