“Las `evoluciones estructurales´ sólo pueden tenerse por válidas mientras sean conformes a los enunciados básicos del Evangelio. Si se oponen a éste en puntos esenciales, han de considerarse ilegítimas, insostenibles y nocivas” “¿Por qué lo que antaño fue posible no habría de serlo también hoy?”
“Ha llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original”
| Rufo González
El título de este post pertenece al pequeño libro de Herbert Haag, publicado en 1997 por la editorial alemana Verlag Herder (Friburgo de Brigosvia), titulado “Worauf es ankommt”: “Lo que importa”, y subtitulado “¿Quería Jesús una iglesia de dos estados?”. Al castellano se tradujo y publicó en 1998 con el título: “¿Qué iglesia quería Jesús?” (Herder Editorial. Barcelona).
Herbert Haag (1915-2001) fue un sacerdote católico, alemán, profesor e investigador de Antiguo Testamento en la Universidad de Tubinga. Diccionario de la Biblia (Herder. Barcelona 1970) es su obra más conocida. Internacionalmente valorado por su honradez intelectual y libertad ante las instituciones. Con E. Drewermann (también sacerdote y teólogo católico, psicólogo, profesor universitario), publicó “No os dejéis arrebatar la libertad. Por un diálogo abierto en la Iglesia” (Herder. Barcelona 1994). En su honor se creó (a. 1985) la Fundación Herbert Haag (Lucerna, Suiza) que premia a destacados defensores de la libertad cristiana. Entre los premiados, el obispo francés J. Gaillot, quien, tras ser destituido, escribió: “esperaba poder proclamar un Evangelio de libertad sin ser marginado” (“voz del desierto”). En 2017, es premiada la española Mercedes Navarro, estudiosa de la mujer en la Biblia y la teología feminista.
“¿Qué iglesia quería Jesús?” llama al cambio eclesial. El “Prólogo” señala la crisis del clero y una propuesta: “una nueva constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales: sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados”. Habría que suprimir la división no evangélica entre clérigos y el resto cristiano, y eliminar la distancia entre personas sagradas por su celibato y rito clerical, que, dicen, los separa “ontológicamente” del pueblo cristiano.
Este es el “Prólogo”:
“Es bien conocida la actual crisis del sacerdocio en la Iglesia católica. Cuantos esfuerzos se han hecho hasta ahora en círculos oficiales para intentar superarla han resultados ineficaces. Los problemas relativos a la escasez de sacerdotes, las comunidades sin eucaristía, el celibato, la ordenación de mujeres, etc., determinan, aunque no exclusivamente, la grave situación de la Iglesia a que nos referimos.
Cada vez vemos asumir el papel de guías o líderes parroquiales a seglares que, por no estar “ordenados”, no pueden celebrar la Eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación. Esto no planteaba problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración de la Eucaristía dependía sólo de la comunidad. Los encargados de presidir la eucaristía, de acuerdo con la comunidad, no eran “sacerdotes ordenados”, sino feligreses absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir, hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había solteros. Lo importante era su nombramiento por la comunidad. ¿Por qué lo que antaño fue posible no habría de serlo también hoy?
Si Jesús, como se afirma, fundó el sacerdocio de la Nueva Alianza, ¿por qué no hay de ello la menor mención durante los primeros cuatrocientos años de vida de la Iglesia? Se dice también que Jesús fundó los siete sacramentos administrados en la Iglesia católica. En más de un caso es difícil probarlo, pero en lo que atañe al sacramento del orden resulta totalmente imposible. Más bien, Jesús mostró, con palabras y hechos, que no quería sacerdotes. Ni él mismo era sacerdote ni lo fue ninguno de los “Doce”, como tampoco Pablo.
De igual manera es imposible atribuir a Jesús la creación del orden episcopal. Nada permite sostener que los Apóstoles, para garantizar la permanencia de su función, constituyeron a sus sucesores en obispos. El oficio de obispo es, como todos los demás oficios en la Iglesia, creación de esta última, con el desarrollo histórico que conocemos. Y así la Iglesia ha podido en todo tiempo y sigue pudiendo disponer libremente de ambas funciones, episcopal y sacerdotal, manteniéndolas, modificándolas o suprimiéndolas.
La crisis de la Iglesia perdurará mientras ésta no decida darse una nueva constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales: sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados. Habrá de limitarse a un único “oficio”, el de guiar a la comunidad y celebrar con ella la eucaristía, función que podrán desempeñar hombre o mujeres, casados o solteros. Quedarían así resueltos de un plumazo el problema de la ordenación de las mujeres y la cuestión del celibato.
A la pretensión de acabar con las “dos clases” existentes en la Iglesia suele objetarse, sobre todo, que siempre se han dado evoluciones estructurales fundadas -aunque indirectamente- en el Nuevo Testamento. El ejemplo aducido más a menudo es el del bautismo de los niños, que no aparece expresamente en el Nuevo Testamento, pero que tampoco lo contradice. Ahora bien, esa referencia a las “evoluciones estructurales” sólo puede tenerse por válida mientras tales evoluciones sean conformes a los enunciados básicos del Evangelio. Si se oponen a éste en puntos esenciales, han de considerarse ilegítimas, insostenibles y nocivas.
Esto se aplica sin duda alguna a la Iglesia “sacerdotal” o clerical. Interrogando a los testigos de los tiempos bíblicos y del cristianismo primitivo, llegamos a la conclusión clara y convincente de que episcopado y sacerdocio se desarrollaron en la Iglesia al margen de la Escritura y fueron más adelante justificados como parte del dogma. Todo parece hoy indicar que ha llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original. +Herbert Haag / Teólogo. Lucerna, Año nuevo 1997”.
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